Revancha

LITERATURA

 

Sobre Los Lemmings y otros, de Fabián Casas.

 

Literatura social, ficción chabona, narrativa de barrio, neocostumbrismo… Cualquier libro de literatura argentina contemporánea retrocedería ante la posibilidad de ser rozado por alguna de estas categorías. Los Lemmings y otros, no. Sabe que suenan como estigmas, pero las acoge con esa mezcla de deleite privado y furor desafiante que está en el centro de toda posición reivindicativa. La primera medida del revanchismo Casas es la más “publicitaria”: un acting referencial generalizado. Los Lemmings y otros llama las cosas por su nombre: “Boedo”, “Led Zeppelin”, “cine Lara”, “Nicola Di Bari”, “Parque Rivadavia”, “Canson”, “Maza y Carlos Calvo”, “Fogwill”… Quiere devolverles el nombre a cosas que ya tenían uno y lo perdieron, pero también empujar hacia el nombre hacia la potencia de inscripción del nombrecategorías, ideas, creencias más generales, informes o difusas, como si una de las misiones de la literatura de revancha, no la menor, fuera corroer la abstracción, el poder elusivo, las estrategias de indeterminación de la ficción, por un particularismo de signos únicos que vuelven inconfundible todo lo que tocan.

Anclado en una mitología donde el tiempo (la adolescencia) debe ser tan legendario como el espacio (Boedo, el barrio pobre), Los Lemmings y otros perpetúa la sociología salvaje (“Era un cheto de piel oscura. Camisas rayadas, chalecos azules, vaqueros Wrangler bombillas y mocasines con unos flecos en el empeine”) que sus personajes ensayan en fiestas o a la entrada del baile, y baraja hábitos, gustos y maneras de hablar como señales tatuadas que permiten poner en orden la selva del mundo y dividirla en zonas o facciones. “Hija, cuando yo era chica”, recuerda Nancy Costas, “los barrios se dividían en bandas. Estaba la barra de Flores, la de la placita Martín Fierro (que era feroz y temida), la de San Telmo (que infectaba los bailes), la del Parque Rivadavia y muchas más. Yo paraba en la de Boedo”. Es la función agresiva que el nombre cumple en la evocación populista: no ya graficar una identidad sino distinguirla, oponerla a otra. Chispa de la violencia, el nombre es el logotipo de la intensidad de la experiencia, no importa si lo que nombra es una ropa, una calle, una novia, un cuadro de fútbol o un escritor. Si Los Lemmings y otros es uno de los libros más tensos de la literatura argentina reciente no es sólo por la aspereza de los mundos sociales que recrea, a menudo atravesados por la ilegalidad y la muerte, sino también porque es el paraíso de un name-dropping beligerante en el que cada nombre, además de garantizar una pertenencia, enciende la mecha de un conflicto.

Pero el nombre –Little Stone, Zeppelin, Boedo– es básicamente conservador; es el formol que preserva un bloque de espacio-tiempo perdido y sirve para “hacer” Historia sin perder tiempo, o más bien para retener, de la Historia, el chispazo puntual, fulgurante, de un acontecimiento que la crispa y la abole al mismo tiempo. Palermo, Carriego y los duelos de cuchilleros eran los cristales de época de Borges; Boedo y la Galería del Este y Manal y las guerritas entre bandas son los de Casas. Así, aun cuando Los Lemmings y otros explore tácticas de la inmediatez y la verdad –el trabajo con la autobiografía, con su juego de transparencias y desfiguraciones, es sólo una–, hay algo en la tensión incendiaria de sus relatos, tan apta, en principio, para rimar con la violencia social de la Argentina de hoy, que suena brumoso y nos amedrenta desde la lejanía de una escala escolar: “Yo le pido prestado el resaltador a Marcel y trato de que quedemos fosforescentes en las páginas de aquel invierno”. Es la escala de la nostalgia. Porque el gran protagonista de Los Lemmings y otros no es Boedo (aunque el cuento “El relator” aventure una génesis cósmica del barrio), ni la violencia (aunque haya palizas, crueldad, batallas campales), ni la frontera porosa que comunica el mundo pequeñoburgués con el lumpenaje (aunque haya drogas y delitos), ni las miserias del mundo social (aunque haya gente empobrecida, trabajos insalubres, vidas condenadas). Es el pasado. O más bien la obsesión que siempre desveló a la tradición del populismo: ¿qué hacer con el pasado?

En Los Lemmings y otros, el colmo del pasado es la adolescencia. Siempre está en juego el estremecimiento de una primera vez: la primera novia, la primera acabada, la primera pelea, la primera droga, la primera vez que se escuchan ciertas palabras –“insomnio”, “cojer”, “melar”, “chabón”, “pulenta”–, el momento inolvidable en que una frase marca para siempre: “Boedo queda donde estemos nosotros”. (La adolescencia es esa fase histórica en la que todo el lenguaje se encolumna detrás del nombre, fascinado por los efectos decisivos, a la vez mágicos y jurídicos, que produce en la vida subjetiva y social. De ahí la compulsión a apodar de los personajes de Los Lemmings y otros.) Los narradores de Casas son todos exiliados del pasado, inválidos que rememoran una apoteosis sublime (porque nunca fueron tan potentes) y trágica (porque agotaron en ella todas sus fuerzas). Plenitud original y desencanto, euforia y depresión: lo que está entre los dos polos –proceso, devenir, transformación– es tabú o indigno de relato. Carlos, el protagonista de “La mortificación ordinaria”, pasa de ser un pintor bohemio de pelo largo, jeans y zuecos, a un zombi que vegeta en un patético cuarto pelado; Máximo Disfrute, héroe total de “El bosque Pulenta”, pasa de animar la mítica batalla con la banda del Parque Rivadavia a aleccionar imbéciles por TV; Chumpitaz, otro gladiador de esa noche, encadena sus quince segundos de gloria juvenil con un matrimonio desolador, cuatro hijos y una remisería. En la huella de Borges, las biografías infames de Los Lemmings y otros detestan las soluciones de continuidad: prefieren compaginar en seco el fulgor de un acontecimiento inaugural del pasado con la mediocridad de un presente sin sangre. “Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”, dice el verso final de “Hace algún tiempo”, un poema de Tuca (1990) que ilustra hasta el gag la lógica maníaco-depresiva de las historias de vida de Los Lemmings y otros. La primera estrofa, que empieza con “Hace algún tiempo”, resume el pasado amoroso en un puñado de fósiles de pasión: películas de amor, infierno, velocidad, deseo; en el medio, un verso-bisagra que corta la vida en dos; y en la segunda estrofa, la catástrofe: él se la encuentra por la calle, ella está con su marido y su hijo. Si lo que sucede en el medio, entre “hace algún tiempo” y “hoy”, cae bajo el hacha de la elipsis, es porque siempre es demasiado filisteo para compartir cartel con la épica incandescente de la adolescencia. En Los Lemmings y otros no hay proceso que no sea de domesticación.

Es el costado rocker de la intensidad militante de Casas, en la que ya confluían la mitología del poeta romántico y la del protoguerrillero kamikaze. “No se puede vivir con el pasado a cuestas”, dice alguien en los “Apuntes al Bosque Pulenta”. El pasado puede costar, costar incluso lo que nadie podrá pagar, pero jamás usarse. Ahí están los mártires de Los Lemmings y otros, clones-clowns barriales de Rimbaud y James Dean, que una muerte abrupta propulsa al aristocratismo de un estrellato fúnebre: el Dulce Grande “chupado por la policía”, el Dulce Chico “asesinado en la cortada San Ignacio después de que intentó robar un auto”, el Gordo Noriega, “que volvió de las islas sin transistores en el bocho”, el Tano Fuzzaro, que se da “un súper palo en la Costanera, con la moto”. La muerte, el suicidio, incluso “el liquid paper del Proceso, las Malvinas y el sida”: cualquier cosa antes que el oprobio del presente –el presente de Alfredito, (a) Máximo Disfrute, por ejemplo, a quien los ex compañeros de la banda de Boedo descubren en la tele, “con el nombre y el alias al pie”, y se quedan de una pieza porque “pensábamos que estaba muerto, o más bien queríamos que estuviera muerto antes que así, tartamudeando que la droga lo mató, que su vida era un infierno, contestándole preguntas a una boluda profunda”.

¿Qué hay en esas primeras veces que es tan irresistible? Básicamente, una especie de extemporaneidad salvaje: el éxtasis de “ser respirado por la acción”, según el consejo montonero-zen que Kundari le da a un compañero de orga para encarar los enfrentamientos. Un trance. Eso es lo que centrifuga al narrador de “Asterix” cuando se disuelve en el magma hiperviolento, mezcla oceánica de pelea y de fiesta, del barrio boliviano del Bajo Flores, donde da con su satori borgeano (“Nos empezamos a pegar de lo lindo. No me dolían los golpes, no sentía el cuerpo. Yo era Asterix, era yo, era nadie”), y eso es también lo que transporta al bolañesco Daniel Dragón, antes director de una revista de poesía, ahora clonclown del esteto-fascista Yukio Mishima, cuando irrumpe en un encuentro literario vestido de negro, armado hasta los dientes, y anuncia que “la verdadera forma de hacer crítica literaria” es “poner el cuerpo” y riega de balazos a público y poetas. En la exaltación de esos instantes de excepción suspensivos, originales, reside la ambivalencia –típica, por otra parte, de la tradición populista– de Los Lemmings y otros: perdido en el tiempo pero refractario a la historia, el trance es motivo de lamento y de odio; es melancolía (porque nada lo volverá a hacer presente) y es crítica (porque nada del presente puede invocarlo ni comparársele). Y es ambivalente porque identifica pureza, intensidad y verdad con una especie de adanismo social puro, un estado precultural de los fenómenos, las experiencias y las prácticas. Para Casas, “un tipo en Londres” que “guarda su excremento en pequeñas botellas y lo expone en las galerías no sólo no sorprende sino que aburre”; pero “un hombre solitario guardando basura en su casa abandonada porque no soporta la soledad y, como todo el mundo, tiene que hacer algo para que el tiempo pase”, produce “la verdadera conmoción estética y espiritual”. Lo que pasa por alto “El expulsado”, este pequeño panfleto contra el arte conceptual que Casas publica en su website (http://fabiancasas.tripod.com/id43.html), es que sólo la mirada de Casas, tan conceptual y premeditada como la del tipo en Londres, puede transformar en “estético” el acopio de basura del hombre solitario y la escena en una instalación espontánea de conceptualismo crítico.

Hijo del barrio y la cultura de masas, el militante de las primeras veces –el boedista rocker– no tolera las jerarquías. La palabra “cultura” no designa para él el feudo que Castelnuovo o Barletta contemplaban del otro lado de un cristal blindado, ni la caja fuerte que Silvio Astier saqueaba a los ponchazos; es un horizonte de bienes disponibles, ya expropiados de algún modo por el mercado, de los que puede apoderarse sin infringir ley alguna, con el ardid de una acrobacia del lenguaje. Austerlitz se vuelve Asterix, Shakespeare Chespirito… Hay mucho del Arlt de El juguete rabioso en Casas: la idea de que toda iniciación literaria es una iniciación de lector, el exhibicionismo, el elogio de la voracidad, el juego a dos puntas. Pero la máxima afinidad está en el capital de sadismo socarrón que ambos, Arlt y Casas, invierten en la relación con la cultura. Todo está ahí, en ese desliz de “teléfono roto” que, mezcla perfecta de escucha salvaje y performance sarcástica, “interpreta” el nombre de Shakespeare y lo somete al idioma del star system de la televisión mexicana. Además de su toque adolescente, tan de contraseña susurrada en plena prueba sorpresa, ¿qué hay en esa “interpretación” que no se deja reducir a la parodia? Algo muy simple: el goce de un chiste. Un goce doble, porque es goce de sí, del “déficit” propio, y goce del otro, Shakespeare, Sebald, Joyce (“La de Historia es una pesadilla de la que trato de despertar”, dice Andrés Stella en “El bosque Pulenta”) o cualquiera que represente la Cultura. En el neoboedismo no se goza de la cultura; se goza a la cultura, en el mismo sentido en que una hinchada goza a la rival cuando su equipo derrota al contrario. Gozada, la cultura se vuelve Culturra, como se llamaba la columna de opinión que Leónidas Lamborghini supo tener hace años en la revista El Guardián.

En los epígrafes de los textos de Casas se codean Tita Merello (“El ejército más grande del mundo lo forman los pobres, los enfermos y los desesperados”) y Schopenhauer, Astroboy y el Bushido, Darth Vader y Benoît Mandelbrot. El criterio de casting no es el prestigio sino, una vez más, la coyuntura; las citas son armas: hay que ver dónde y con quién nos sorprende la refriega para decidir cuáles hacen falta. Pero en el corazón de ese pragmatismo vital, capaz de las decisiones más impredecibles, reaparece algo parecido a un criterio de valor, una vara, un dogma. Es el mismo principismo rocker que guionaba las vidas de Los Lemmings y otros en la pareja dramática pico/bajón, sólo que traducido a una moral artística universal, un “código” –palabra a la vez semiológica y barrial, estética y mafiosa– tan trascendental que excede a las experiencias estéticas que sirve para enjuiciar. Casas, de hecho, lo usa para pensar dos objetos de deseo marcados por la ambivalencia: la música de los Redonditos de Ricota (http://fabiancasas.tripod.com/id33.html) y la literatura de Juan José Saer (sas.tripod.com/id20.html). De la banda del Indio Solari dice: “Deben haber existido dos momentos. Uno súper interesante, de mezcla experimental, y otro cuando entran a grabar y a pulir su música y su lírica. Oktubre, para mí, es la cumbre de la potencia ricotera. Después, por algún motivo, empiezan a ser interpelados por las ‘bandas’, la lírica del Indio pierde poesía…” A Saer le dedica una necrológica contracturada, a la vez conmovida, reverencial y rencorosa. (De hecho, el texto retorna en clave en uno de los relatos de Los Lemmings y otros, “Casa con diez pinos”, donde Saer es “el Gran Escritor”, su novela Cicatrices se llama Mertiolate, Paulo Coelho “Pablo Conejo”, etc., y la ponderación de una poética, gracias a la operación de la clave –el cambio de nombres–, es desalojada por un revanchismo ad hominem. Ficción culturral, es la historia de un escritor talentoso pero egocéntrico, obsesionado con el éxito comercial, que comete el error de desconocer a Ricardo Zelarayán –el maestro del narrador– y remata una maratón de jactancias encargándole al narrador que le pase a Word una carpeta de poemas, “lo más importante que escribí en mi vida”. A su manera –Shakespeare = Chespirito–, el narrador cumple con el encargo: reparte los versos entre las putas que languidecen en la whiskería de su amigo Norman, mientras la moral “anti transa” del relato hace oír su verdad en una canción de Manal, “Una casa con diez pinos”, llegada desde ese país prerreflexivo al que el narrador ya no puede volver: “Un jardín y mis amigos / no se puede comparar / con el ruido infernal / de esta guerra de ambición”.) En la necrológica, que lo enfrenta otra vez con el problema del pasado, Casas dice que Saer “escribió varios libros que lo ponen en un lugar de excepción en la literatura mundial” (de los títulos que menciona, “libros hermosos, peligrosos, inauditos”, ninguno es posterior a mediados de los ochenta), elogia “los primeros relatos”, defiende la voluntad antimoda de su poética y después, seducido por un ensayo de mediados de los 80 del “listillo de Aira”, impugna “la parte final de su obra”, donde “queda la sensación de que Saer era demasiado consciente de su talento como narrador” y “por eso sus novelas dejaron de tener riesgo”.

Pero la ambivalencia no está en Patricio Rey ni en Saer; está en la lógica del principismo de los principios –populismo, juvenilismo, preservacionismo punk, como quiera que se llame–, que condena al boedista, además de a escribir los mejores principios de relato de los últimos tiempos, a oscilar siempre entre la euforia de las “primeras épocas” (“hace algún tiempo”) y la desolación del “después”, del “hoy”, donde todo es aburguesamiento, letargo o traición, para mitologizar ese instante inaugural que deslumbra porque, “respirado por la acción”, no ha sido aún cooptado por el lenguaje, la historia, la cultura, todas las fuerzas que hacen que las cosas duren, cambien, deliren y también, a veces, se arruinen.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Richard Tuttle, Verbal Windows I, 1993, p. 3; Verbal Windows II, 1993, p. 4; Verbal Windows III, 1993, p. 5.

Lecturas. Los libros de poesía de Fabián Casas (1965) son Tuca, El salmón, Oda (los tres publicados por Libros de Tierra Firme, 1990, 1996 y 2004, respectivamente), El spleen de Boedo (Ediciones Vox, 2004) y la recopilación Bueno, esto es todo (Ediciones del Diego, 2005). En narrativa publicó Ocio (Libros de Tierra Firme, 2000) y Los Lemmings y otros (Santiago Arcos Editor, 2005). Diversos ensayos y cuentos suyos se encuentran en las ediciones de Eloísa Cartonera.

Para información, http://.fabiancasasas.tripod.com y http://ciclonylafuria.blogspot.com.

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