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En 1886, a raíz del éxito de su Psychopathia Sexualis –uno de los catálogos de “perversiones” más fascinantes que se hayan escrito–, el doctor Richard von Krafft-Ebing comenzó a recibir numerosas cartas en las que diferentes individuos le aseguraban haberse reconocido en las descripciones de sus casos clínicos. Tal vez movidos por una necesidad catártica o por el hallazgo insospechado de una identidad (“¡O sea que soy sadomasoquista!”), muchos de ellos le ofrecían la narración de los pormenores de sus sentimientos y sus prácticas sexuales. De manera análoga a los torrentes de amor epistolar que La Nouvelle Héloïse de Rousseau había provocado a mediados del siglo xviii, la obra de Krafft-Ebing –aunque bajo el signo minoritario de las chanchadas más recónditas– dio origen a una escritura autobiográfica basada en una taxonomía de pasiones excéntricas. Hoy, en tiempos de la globalización, pasiones semejantes parecen, sin embargo, meras especialidades eróticas expuestas en las marquesinas del mundo como sex shop.
Si bien las “patologías” sexuales siguen siendo objetos de catálogos, lo son de un modo que ahora llevaría al mentado psiquiatra a hacerse suscriptor mediante una cuota mensual debitada a su tarjeta de crédito. Así es como hoy la libertad reside en que lo “psicopatológico” se escriba como ars erotica: lo “perverso” es la aceituna del Martini. Lejos de la culpa que agita cualquier forma apolillada de moral, el gesto liberal impulsado por Internet –que hace del sexo la meta de una pulsión consumista– se consolida de manera constante. Los burdeles se han vuelto portátiles y es posible disfrutar de ellos en casa como de aquellos libros de cuentos que, al abrirlos, desplegaban volúmenes de cartón pintado. El delivery cibernético de imágenes, cuerpos y fetiches –valga una triple redundancia– permite diseñar sujetos que, como retratos cubistas, son agregados de múltiples perfiles. Las galerías de fotos –que muchas veces hacen de la pornografía un experimento narcisista y casero–, el cibersexo, los juegos de roles en chats y los buscadores de personas en que se conforman “amantes de probeta” (tildes en lycra, mayores de 30, budismo, música clásica, dominación, naturismo, sexo telefónico y Enter), ponen de manifiesto cómo el discurso clasificatorio sobre la sexualidad y los cuerpos que la psiquiatría y el psicoanálisis promovieron bajo la Modernidad ha terminado por estallar. Aquella “monarquía del sexo” que denunciaba Foucault, diseminada en la superficie de las personas y las cosas, se fragmenta en el presente a través de sexualidades sumamente maleables, propensas a ser asumidas y vividas de diversos modos. El sexo y sus “perversiones” se plebeyizan, y hay reparto de remeras y suelta de globos que lo proclaman.
El laboratorio de subjetividades que es el ciberespacio se inmoviliza así en un campo donde lo erótico pasa a ser recreación en sí misma, el deseo simulación y la alteridad una mera base de datos. Ese “coleccionismo al revés” del que alguna vez habló Beatriz Sarlo –en que los objetos se erosionan y pierden su valor ni bien son adquiridos– condensa el álgebra de la ansiedad, que es el tempo inscripto en los vínculos interpersonales que mayormente posibilita la red. Se coleccionan fotos, conversaciones, fantasías, direcciones de mail y números telefónicos como los restos de un deseo tecnofílico liquidado cada vez que la computadora se apaga. Aunque parezca obvio decirlo, la realidad virtual no es pura fantasía: hay alguien del otro lado de la pantalla hablándonos. Mirándonos, en todo caso, si hacemos que nuestra ropa bostece hasta quedarnos desnudos, hasta pedirle a la cámara que abra, de a poquito, esa boca redonda. En efecto, es la pérdida de parámetros, el fracaso en entender los espacios virtuales como instancias de transición, lo que lleva a que el otro aparezca como una suma de huellas fantasmáticas. Huellas situadas más allá de un umbral que, en ocasiones, se pretende infranqueable, y que son el ejemplo de cómo el anonimato y la soledad se constituyen en los síntomas culturales que la tecnología suscita.
La resexualización de la vida que propone Internet tiene su contrapartida en la banalidad que el sexo adquiere en sus contoneos de striptisera prefabricada, desnuda antes de estar vestida. Por la misma paradoja, los cuerpos virtuales se vuelven objetos de la más feroz exhibición, en el preciso instante en que el escamoteo de las señas identitarias instaura subjetividades de pacotilla. Hoy al doctor Krafft-Ebing le escribirían para preguntarle si tener un amante virtual es ser infiel, o si cambiar de sexo en una sala de chat tiene alguna relación con husmear en el cajón donde toda esposa guarda sus prendas íntimas. Claro que sin emplear plumas ni sobres, sin micrófonos ni webcams: sólo con la intermitencia del cursor que arroja caracteres en la pantalla. Eróticamente, electrónicamente, justo cuando la mano deja de tipiar y acerca el encaje a la nariz que aspira.
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