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Salamone, los adjetivos y la ignorancia

MÁQUINABLANDA

 

En 1997, Edward Shaw organizó en el Centro Cultural Borges una muestra sobre las obras más significativas de Francisco Salamone. Venía como corolario de la publicación que había hecho poco tiempo antes (junto con Alberto Bellucci y otros) en el Journal of Decorative and Propagandistic Art, y en el marco de la Bienal de Arquitectura de Buenos Aires. Esa producción (sólo dada a conocer anteriormente en un anuario de obras públicas del gobierno de la provincia de Buenos Aires) pareció entonces alcanzar, si no un reconocimiento definitivo, al menos una visibilidad más amplia que pronto contribuiría a una justa valoración.

Si sorprendía el desconocimiento que pesó durante cuarenta años sobre el trabajo de Salamone (construido entre 1936 y 1940 en el interior de la provincia de Buenos Aires, en el marco del plan de obras públicas llevado adelante por el gobierno conservador de Manuel Fresco), más sorprendente aún es el furor de “redescubrimientos” que se desató a partir del 97. Ahora ese furor llega a su punto máximo con la conmemoración de los cincuenta años de la muerte del arquitecto y, en virtud de la fascinación que estos números provocan en los políticos, ya el Estado se hizo partícipe del fenómeno.

Los actores principales de dichos redescubrimientos son artistas, periodistas y críticos culturales antes que arquitectos; estos manifiestan, en cambio, cierto desinterés por Salamone. Artistas como Esteban Pastorino e Ignacio Iasparra en sus exposiciones en la Fotogalería del San Martín, escritores como Juan Forn con “El misterio de la piedra líquida” –una nota publicada en el suplemento Radar– y cineastas como Israel Adrián Caetano con su película Piedra líquida (todos de 2002), además de algunos maestrandos, historiadores y periodistas deseosos de sorprender. Todos ellos comenzaron a producir (con distinta suerte) fotografías, collages, instalaciones, filmes y escritos sobre Salamone y su obra. Las aproximaciones van desde el homenaje y la celebración hasta el coleccionismo (“… me parece que se le pasó un edificio, hay uno que yo conté y que él no tiene”), entre los no iniciados, o la aspiración de encontrar influencias, finalmente incomprobables (cubismo checo o Gio Dazzi, por nombrar sólo dos), entre los especialistas.

Para mostrar la dificultad de comprender estas obras, y quizá toda la arquitectura, por parte de quienes no operan en lo visual (y sostengo que lo que se ha producido sobre Salamone en el campo de lo visual es mucho más interesante), quiero detenerme en algunos adjetivos usados en textos escritos.

Si aceptamos que los adjetivos son las puertas del lenguaje por donde penetra lo ideológico, ¿a quién califican los adjetivos que se han usado con la obra de Salamone? ¿A la obra, al arquitecto o al autor? Fascista, nazi, protoperonista, fálica, hollywoodense, extraterrestre, bizarra, gótica, diabólica, incongruente, delirante, entre otros, estos adjetivos parecen hablar no tanto de estudio y comprensión de la obra como de pereza intelectual. Sólo delatan que la cantidad de adjetivos es inversamente proporcional a lo que se tiene para decir.

En los primeros ejemplos, por lo demás, no se nota solamente pereza sino razonamiento por ósmosis. Si cabe calificar de fascista al gobierno bajo el cual se hicieron estas obras, las obras también lo son: tal parece ser la lógica seguida por algunos de estos autores para empezar con la caracterización del conjunto. Salamone deberá pagar siempre el hecho de haber trabajado en un régimen defenestrado por los historiadores. Y si este procedimiento resistiera algún análisis, entonces ¿por qué no calificar el Hotel Provincial, el Casino y la Rambla de Mar del Plata también de fascistas? Aunque estas obras, realizadas por Alejandro Bustillo (quizá el mejor arquitecto que hayamos tenido en la Argentina) durante la misma época en que Salamone construyó las suyas, fueron mucho más visibles y significativas del período (recordemos el valor que en arquitectura tiene la locación), a nadie se le ocurriría calificar ni a ellas ni a Bustillo por el signo del gobierno que las propició. Incluso hay noticias de que Fresco estaba más próximo a Bustillo que a Salamone. Una de las notas que menciono llega a criticarle a Bustillo que su edificio para el Banco de la Nación (una de las mejores obras clasicistas construidas en la Argentina) sea “tedioso” (¿y entonces las obras de arquitectura deben ser “divertidas”?). Pero en modo alguno se le aplica el mismo criterio político que a Salamone.

Está claro que muchos de los adjetivos son políticos; la evidente relación de la arquitectura con el poder siempre la hará sospechosa, sobre todo tratándose de obras públicas. Ahora bien, cuando se dice que la obra de Salamone es “protoperonista”, ¿cuál sería la arquitectura peronista? En realidad, ¿cuál sería la arquitectura peronista? ¿El edificio de la Fundación Eva Perón (actual Facultad de Ingeniería en Paseo Colón) o el Teatro San Martín? ¿Y cuál sería la arquitectura fascista o nazi a la que estos edificios adscribirían? Porque al lugar común de que la arquitectura de los regímenes fascistas fue el neoclasicismo se puede contestar que, así como democracias liberales han tomado el neoclasicismo como representación de lo estatal, regímenes autoritarios han elegido arquitectura moderna para sus obras públicas. Además, la obra de Salamone no puede ser caracterizada como neoclásica (de hecho es casi el único adjetivo que nadie usa). Y como contestó Aldo Rossi a la acusación de Marina Waisman de que una escalera construida por él era fascista: “¿Cómo sería entonces una escalera democrática?”.

Y en cuanto a los adjetivos no políticos (no encuentro ningún término para agruparlos): ¿acaso es la extrañeza de las obras de Salamone –entendiendo extrañeza como un efecto del desconocimiento de fuentes de referencia– lo que autoriza la levedad de las calificaciones? Tal vez sea por ignorancia de los procedimientos de la arquitectura por lo que estos autores se centran en aspectos contingentes de esas obras (“los picaportes son todos distintos”, “la fachada representa un avión estrellado”, “los mataderos simulan cuchillas en su frente”) y se acercan a ellas por las mismas razones que a los arquitectos nos hacen alejarnos.

Otro motivo para sospechar de la abundancia de adjetivos es la muy habitual confesión de que estas obras empiezan por incomodar. Es evidente cierta dislocación en la arquitectura de Salamone; las obras parecen pensadas para una ciudad –y una sociedad– que nunca llegó a existir. ¿Pero para qué ciudad debemos construir los arquitectos? ¿Para la existente, o para una futura a la que aspira la sociedad contemporánea a la obra –o algunos de sus miembros–? La vida material de un edificio –sobre todo si es de hormigón armado– puede alcanzar y superar un siglo, y si convenimos que su funcionamiento material debe coincidir con su funcionamiento simbólico, ¿cuáles serán las estrategias estéticas para lograr este fin? ¿Únicamente el silencio puede alcanzar esta deseable conjunción? Y si podíamos aspirar a todas las tradiciones ¿debemos aspirar sólo a una por vez?

Las historias sobre la recepción de las obras de Salamone en las ciudades en donde se encuentran hablan de fracaso. Al parecer no hubo un solo habitante que quisiera verse representado por ellas. Excéntricas a todo canon y corporación de la arquitectura de su época, tal vez sean más aptas para el destino turístico-cultural al que parecen condenadas que para la representación monumental de las ciudades donde se construyeron. Parece obvio que las obras de Salamone merecen que alguien encuentre los sustantivos con que se puede hablar de ellas.

1 Dic, 2009
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