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Milpalabras

MILPALABRAS

 

La anécdota la conté varias veces, y hasta la escribí (muy resumida pero la escribí), para una lectura que poco tiempo después una colombiana delirante que vive en Berlín tradujo al alemán y publicó en un libro bilingüe costeado por ella misma. Un libraco, como dicen en Colombia (o sea un librito), en el que también metió un texto similar de Laura Alcoba (mucho menos anecdótico, más argumentado). Esos textos sobre memoria, ficción y política que a veces nos piden escribir a gente como Laura y como yo, creyendo que somos especiales para eso, que nuestra memoria es magnífica y que nuestra capacidad para pensar sobre esas cuestiones es superlativa. En mi caso, nada más lejos.

A fines de 2006 me mudé con mi familia a un barrio vecino a Campo de Mayo. La casa era nueva. Para comprar el terreno y pagar la obra habíamos usado parte de la indemnización por la desaparición de mamá, algún dinero que andaba dando vueltas por ahí, un crédito y los restos de otros inconvenientes familiares. La búsqueda del terreno había empezado cerca de la Panamericana, pero los precios imposibles y la escasez de lotes nos fueron tirando cada vez más hacia adentro hasta que llegamos al barrio que les digo, limitado por un arroyo, el Hindú Club y la cuña que las vías del Belgrano y la ruta 202, a unos cien metros de Puerta 7, le meten a Campo de Mayo. El mismo día que vimos el terreno visitamos la inmobiliaria, lo señamos y en pocos días concretamos la operación. La zona es de calles asfaltadas (aunque a pocas cuadras empiezan las de tierra), casas con jardín, árboles grandes en las veredas, perros guardianes puertas adentro, algunos perros sueltos y la plaza redonda y descuidada frente a la que vivimos, donde los chicos del barrio se juntan a jugar a la pelota.

Hacía unos pocos días que nos habíamos mudado cuando sonó el teléfono. Estábamos por salir, y de no haber sido por la extrañeza de escuchar aquel timbre (todavía nadie tenía el número) nos habríamos ido; pero mi mujer atendió curiosa, habló unos segundos y me pasó. Era una tal Mónica, ex compañera del secundario de mamá, que después de un reencuentro de ex alumnas se había ofrecido a averiguar algo de ella, y ese algo era yo. Cuando uno no está acostumbrado a recibir ese tipo de llamados la cosa es perturbadora. Más, cuando uno sabe poco de su madre y cuando las averiguaciones que se hacen resultan casi siempre infructuosas. También fue emocionante, pero no tanto ni tan perturbador como enterarme, por boca de Mónica, que mamá había estado en Campo de Mayo. Lo dice el Nunca más, ¿no lo leíste?

Claro que había leído ese libro, aunque nunca la versión de 2006, donde parece que habían incorporado, entre la información que trajeron los años, el último destino conocido de mamá. Algo sospechaba igual, porque en Antropólogos Forenses, hacía mucho, me habían hablado de una mujer que quizá había visto a mamá ahí adentro, sólo que como yo había mandado las fotos para que esta mujer la reconociera y nunca me habían contestado, pensaba que todo había quedado en la nada. Así que allá fuimos con mi mujer y mi hijo, a ver que nos decían en Antropólogos Forenses del extraño dato sobre el destino de mamá que había en el Nunca más 2. En esos días pensé en un error, o en que una simple sospecha había llevado a dar el dato por cierto. Pero al final nos recibieron con café, música del altiplano y una explicación pormenorizada del incidente de las fotos. Los abrazos del final fueron sentidos, lógico, y la cosa pudo terminar ahí. Pero resultaba que vivíamos a cinco cuadras de Campo de Mayo, en un barrio que le hacía cuña.

No tardamos en armar la saga familiar alrededor de Campo de Mayo. Habíamos elegido esa zona porque mi suegra (y prima de mamá) se había mudado ahí a principios de los ochenta. También lo habían hecho la hermana de mamá y un tío de mi abuelo. Toda mi familia que migró al Gran Buenos Aires se había mudado por esa zona y se había ubicado en laterales diferentes de Campo de Mayo. Nosotros, ahora, veníamos a cerrar el círculo.

Por ese tiempo fuimos acomodando muebles y desembalando las cajas. Una foto de mamá, la única que siempre tuve cerca, la ubiqué en el escritorio, junto a una ventana orientada al sol de la tarde. Es de 1970, mamá tiene diecisiete años y está de vacaciones con una amiga en algún lugar de Córdoba. El comienzo del fin de los tiempos felices es aquel verano con su amiga. Después comenzará la militancia más dura, la proletarización, los entrenamientos militares. La única foto que hay de aquel viaje, sí, aunque no la única imagen. También hay un relato de su amiga: es de noche, hacen dedo, un camión las lleva varios kilómetros hasta donde se desvía y las deja solas, la oscuridad es tan completa que ellas, si bien conversan y saben que están cerca, no pueden verse. Las amigas de mamá siempre se acuerdan de cosas sueltas, hilachas de los hechos, y para mí la escena de ellas en aquella ruta siempre es diferente. Es difícil imaginarse lo que sucede en medio de tanta oscuridad, pero a la vez la imagen es siempre más nítida, como si la oscuridad definiera mejor las formas, algo parecido a lo que a veces hace la memoria, o el sueño. Volviendo a la foto, también es la única en la que se la ve fuerte, decidida, y donde se la ve todo lo hermosa que dicen que era.

Es una pena que el sol que entra por esa ventana de nuestra nueva casa la haya dañado tanto. La miro y digo: es el sol de Campo de Mayo, que la borra; convendría buscarle un lugar mejor. Pero ya la vi tantas veces, durante tanto tiempo, que quizá tenga que volverse blanca. Además, hace juego con la otra, la de la ruta oscura y las dos amigas en el final de sus años felices. Una imagen se vuelve negra y la otra se vuelve blanca. Entre esos extremos se podrían formar todas las imágenes que faltan, pienso, y las que faltarán.

 

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