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Esqueletos

FICCIÓN

 

Herida y maravilla en las novelas de Agota Kristof.  

 

 

Aunque en las novelas de Agota Kristof casi no hay desgracia que no pueda ocurrir, crimen que no se cometa ni prohibición que no se viole, la desmesura de los hechos no tiene nada de trágico. Tampoco hay augurios de redención ni actúan otras potencias que las terrestres; no hay destino, ni bromas del destino. El tono es invariablemente flemático ante el horror. Tomemos un párrafo de Ayer: “Agarré el cuchillo grande que había en el cajón, un cuchillo de cortar carne. Entré en la habitación. Dormían. Él estaba encima de ella. La luna los iluminaba. Había luna llena. Hundí el cuchillo en la espalda del hombre y me eché encima para que penetrase bien y atravesara el cuerpo de mi madre. Después me fui”. El que hizo esto a los diez años era un chico que vivía en la mugre y no soportaba más los gruñidos conjuntos de su madre, la puta del pueblo, y su maestro; el exiliado que lo cuenta ahora sabe que ese maestro era su padre; está enamorado de la hija de él, su media hermana –casada–, y no por descubrir que los amantes no murieron se siente menos huérfano ni desterrado.

Este complejo perpetuo es típico de las fábulas de Kristof. Casi siempre están en un presente que absorbe todos los incidentes, las filiaciones falsas y verdaderas, las formaciones y deformidades, los amores y las pérdidas, y se extiende a la espera, los reencuentros y los aparecidos. Un presente tan dilatado y tan lleno que raya en lo sobrenatural; que asfixia pero también ampara, en la medida en que puede escribirse. Abunda en personajes oscuros, “agazapados”, insomnes, lastrados de aflicciones y faltas imprescriptibles. Son exudaciones de la historia en la vida ordinaria, frutos de la barbarie y el avance, de la falacia del sentido y, aunque pueden ser muy compasivos, viven esa inmediatez agitada e inconexa como un sueño lúgubre. Querrían despertar a la quietud, a la muerte. Sin embargo algo los empuja y, mientras el deseo no se extenúe, en esas condiciones tienen que sobrevivir. A eso aplican sus mejores recursos: trabajan, observan, traman, se adiestran y cuando los vence la desazón beben y fuman hasta destrozarse. Las narraciones de Kristof son breves momentos de deseo de muerte en cadenas constantes de actividad y sucesos atroces. Todo se lleva a cabo, y de una realización se pasa a otra, no importa el tiempo que medie, sin que la frase tenga ocasión ni interés en matizarse con metáforas, en general ni siquiera con adjetivos. Entre el dolor de la privación, las necesidades del cuerpo, los chispazos de reflexión y el peligro del desaliento, entre los daños de la Historia y el denuedo de los personajes, una tras otra las lapidarias frases de Kristof se consuman llevadas por el delirio. No alojan juicios ni interpretaciones. Su verdad es la acción. Sólo presentan escenas decisivas, como en los folletines.

En este plano de fantasía dolorida existen Claus y Lucas, los gemelos de El gran cuaderno, la novela inicial de la trilogía que Kristof, húngara exiliada en Suiza, escribió tardíamente en francés; una novela que demudó a los lectores y le dio a ella un lugar único en la tradición moderna de la literatura extraterritorial. Un interrogante enhebra las docenas de espantos de las tres novelas y es quién está contando todo; porque sobran contradicciones. Pero si el El gran cuaderno maravilla es en primer lugar porque está narrada en primera persona del plural, un recurso con muy pocos antecedentes novelísticos que no sean meramente retóricos.

Ha estallado la guerra. Una mujer cuyo marido marchó al frente decide probar suerte en otro país y va a dejar a sus gemelos a la casa de su madre en las afueras de un pueblo. La vieja viuda, avinagrada, ascética hasta la avaricia, la acribilla a reproches y, si acepta a los chicos, advierte que lo pagarán caro. Para ellos empieza una educación en el sufrimiento, la suciedad, la estrechez y el desprecio. “Antes de venir a vivir a esta casa no sabíamos que nuestra madre todavía tenía madre. Nosotros la llamamos la abuela. La gente la llama la Bruja. Ella nos llama ‘hijos de perra’”. Claus y Lucas no opinan; miden todo por el rasero de las vivencias y la necesidad. Desde que quedan en manos de la vieja se funden en una sola fuerza de duración. No bien pueden, se aprovechan de que los demás no los distingan. Si tienen que diferenciarse, dicen “uno de nosotros hace de sordo; el otro de mudo”. La abuela los instala en la cocina y les raciona la comida y la leña. Plantan papas, despluman pollos, cuidan cerdos. Se cubren de roña. “La letrina está en el fondo del jardín. Nunca hay papel. Nos limpiamos con las hojas más grandes de determinadas plantas… Ahora olemos mal, como la abuela”. Pero ese “determinadas plantas” es una señal del discernimiento que los va a alzar desde el chiquero a la notoriedad en la comarca. Como medio mundo les pega, se templan en el sufrimiento con bofetadas y patadas mutuas, ponen las manos en el fuego, vierten alcohol en los cortes que se hacen en el pecho. “No dolió”, se comentan. Después vienen los ejercicios espirituales, como tirarse horas de cara al sol, y por fin el estudio, con diccionarios, libros y lápices que le exigen al librero del pueblo que les fíe con el incontestable argumento de que son huérfanos y tienen que educarse y, siendo muy aplicados, un día le retribuirán con creces. Pero también les es imprescindible contar cada peripecia en un cuaderno grande, porque con la distancia del relato se consolidan y entienden mejor el mundo. Gracias a esta evolución que incluye el cálculo comercial, ganan la apariencia suficiente para juntar monedas actuando en las tabernas. Hacen acrobacia; tocan la armónica y cantan, y la gente arrasada por la pena llora. La autodocencia se completa con estrategia humana. No sólo equilibran la relación de fuerzas con la abuela gracias a haber descubierto que mató al marido; chantajean al cura del pueblo, se las ingenian para masturbar a una muchacha que los baña y se dejan seducir por un “oficial extranjero” que los quiere de veras. Aprenden que la astucia es útil pero el cumplimiento calma. Son recelosos, pragmáticos, no tienen escrúpulos ni miedo. Pero también son caritativos con los más débiles que ellos, respetuosos de las obligaciones y enemigos de la pereza. Son fabulosos prometeos pulgarcitos, miniulises ilustrados. Alrededor pululan la traición, el doblez y el egoísmo mortífero. Ellos persisten en el conocimiento. Como si su sensatez embebiera las circunstancias, todo el mundo en la novela habla con formalidad despiadada y gramática impecable hasta en el insulto. Pero a ellos esto les demanda una consecuencia agotadora. Aquí están por ejemplo, con “el oficial extranjero” que los mima: “nos empuja suavemente, nos alborota el pelo y se pone de pie. Nos tiende dos fustas y se acuesta en la cama… Lo golpeamos. Una vez uno, otra vez el otro. La espalda del oficial se llena de rayas rojas… La sangre se nos mete hasta en los ojos, se mezcla con nuestro sudor y seguimos golpeando hasta que el hombre lanza un grito inhumano y nosotros caemos, agotados, al pie de su cama”. No es la única perversidad en que se comprometen; pero ninguna es mayor que la retahíla de traiciones, represalias y asesinatos y suicidios que la guerra provoca o devela. Hay un ejército ocupante, locos de guerra emboscados, bombardeos, una frontera cercana y peligrosa, maldad que se escuda en el hambre. Corre mucha sangre en esta historia; pero para Claus y Lucas pervertirse de varias maneras es una tarea más. Son indefectiblemente prácticos. No amorales; no tan indiferentes como para no compadecerse de los más débiles y aconsejar a los idiotas. Un día, de pronto, reaparece la madre; con un bebé en brazos. El extranjero que la acompaña la apremia a partir porque ya se oyen los disparos de otro ejército. Los gemelos se niegan a dejar a la abuela. “En ese momento hay una explosión en el jardín. Después vemos a nuestra madre en el suelo”. Ha sido un obús. El pasaje no tiene ninguna relación con lo que suele considerarse climático. Diez líneas después la madre está enterrada. Tres páginas después termina la guerra. “A todo el mundo le falta de todo. A la abuela y nosotros no nos falta nada”: es que han descubierto que la abuela tiene un tesoro acumulado. Pero ocurren otros cambios: “Más tarde tenemos de nuevo un ejército y un gobierno propio, pero son los liberadores quienes los dirigen… La foto de su líder aparece por todas partes. Nos enseñan sus canciones, sus bailes, proyectan sus películas en nuestros cines… Hombres y mujeres desaparecen sin que se sepa por qué… Reconstruyen la frontera. Ahora es infranqueable”. Pero los retornos no cesan: soldados que perdieron las uñas en la tortura, hombres demolidos que reclaman derechos en hogares ilusorios y en seguida desisten, osamentas de cadáveres de la metralla o la codicia. Una vez más, una de tantas, los gemelos atienden a lo suyo sin flaquear ante ninguna transgresión; su ingenio impávido los ayuda a que “uno de nosotros” pueda irse “al otro país” sorteando la frontera mediante una operación macabra. Porque la última fase de la ordalía que se han impuesto es aprender la separación; individuarse.

Será un fracaso. Más bien una amputación de la simetría; la única herida que no va a cerrárseles ni podrán ignorar. La prueba –escrita en indirecto libre– es la novela de la maduración de Lucas, el que se queda, y de su lucha para no pudrirse en la soledad. Acoge a una muchacha cabeza hueca que se fajó un embarazo para conservar el empleo; y adopta al niño que nació tullido, con tal amor que para no perderlo le miente y termina matando. Mathías es un precipitado de generaciones de error y grosería; un cerebro fulminante en un cuerpo desgraciado, y sus ambivalencias infectan la novela. Ni él ni nadie pueden retribuir el ardor sistemático con que Lucas entrega afecto; ni la mujer que enloquece esperando al marido deportado, ni el secretario del partido que oculta su homosexualidad, ni la ralea sentimental de las tabernas. En la pieza que fue de la abuela Lucas tiene colgados los esqueletos de su madre y el bebé; deberían ser talismanes, pero son la coagulación de su vida y contaminan el entorno. Demencia, arribismo, represión, alcohol, suicidio; los personajes de estas novelas vomitan mucho.

La tercera mentira, que está narrada en primera persona por Claus, el que se fue, pone el contenido de las dos novelas anteriores en un limbo. La primera persona literaria suele ser eficaz pero engañosa; la tercera es mediadora y empática en su distancia; la primera del plural es tan inexplicable que derriba las prevenciones. La combinación de las tres da un nuevo tipo de novela. Es como si del “nosotros” de El gran cuaderno emanara hacia las otras un trastorno fulgurante: el registro pasa del cuento folklórico siniestro a la novela familiar desguazada, y luego al melodrama truculento y al fantástico existencial. Entre sueños, mentiras y cuadernos que se mencionan pero no se esgrimen, las versiones de los gemelos se solapan, se glosan, se interpretan; las identidades se interpolan, suplantan y anulan como variaciones excesivas sobre el tema de la pérdida. Es una inestabilidad de desierto alzada sobre la historia de Hungría a través del nazismo, la guerra, el estalinismo, la revolución del 56 y todas las matanzas y los exilios. El don que ofrece Kristof es una forma que aumenta la visión. Por el flaco cauce de su estilo sustantivo, guionístico, un caudal de géneros seculares y modernos –el mito, el cuento popular, el poema en prosa simbolista, el cine neorrealista, las experimentaciones– se depura y prepara la novela para las auspiciosas vacilaciones del siglo XXI.

En una de las versiones que escribe el gemelo Claus de su vida en otro país y el regreso al pueblo, asegura que le mintió a la policía sobre cómo pasó la frontera, sobre su edad y sobre su nombre. Pero la revelación de que no se llama Claus también puede ser falsa. Imposible saber si hubo gemelos; o cuál de los dos escribe. Todos mienten en estas novelas. Mienten para defenderse del Estado y el prójimo; velan con mentiras sus crímenes y la corrupción incesante de la sangre de las generaciones: mienten para librarse de la identidad. Pero mentir es suplantar por otra una identidad presuntamente verdadera. Lo negado vuelve como congoja; los sepultados que no afloran como esqueletos perviven como fantasmas. Por eso los héroes de Kristof escriben sin parar. Escribiendo la identidad se disuelve. Del insomnio del obsesionado, el desvarío de la literatura hace una casa. Afuera quedan los pavores de la historia, el vino nihilista, el llamado del suicidio, la necesidad. Adentro, el deseo sin objeto, lo que cada frase extingue y recobra a la vez, todos los tiempos conjugados.

En un cuento de No importa, el último libro de Kristof, un hombre invierte su fortuna en buscar la casa de su infancia; cuando la encuentra, un chico soñador sentado en la entrada le dice que está mirando, no la luna, sino el futuro venturoso. El hombre contesta que él viene de ese futuro y es un cenagal; pero viendo que el chico se enfurece, admite que quizás el problema sea que él se fue. La literatura es eso: una casa, no un hogar, y es toda ahora. Así piensa Tobías, el protagonista de Ayer, en uno de los pocos arrebatos de la obra de Kristof: “El tiempo se desgarra. ¿Dónde encontrar los terrenos vagos de la infancia? ¿Los soles elípticos inmovilizados en el espacio negro? (…) En un momento nieva. En otro llueve. Después hace sol, viento. Todo es ahora. No ha sido, no será. Es. Siempre. Todo a la vez. Ya que las cosas viven en mí, no en el tiempo. Y en mí todo es presente”. Este presente absoluto es la invención. De la convivencia de lo que el tiempo arbitrario divorció suele surgir algo que antes no estaba: un país, un artefacto, unos gemelos inauditos.

 

Imagen [en la edición impresa]. Anish Kapoor, Shooting into the Corner (2008-2009), detalle.

Lecturas. Agota Kristof: Claus y Lucas incluye las novelas El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira (traducción de Ana Herrera y Rosser Berdagué, Barcelona, El Aleph, 2007); Ayer (traducción de Ana Herrera, Barcelona, El Aleph, 2009) y No importa (traducción de Julieta Carmona, Barcelona, El Aleph, 2008).

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