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Milpalabras

MILPALABRAS

 

Fischli & Weiss y The Way Things Go. La comedia de las cosas 

The Way Things Go (1987) es una reacción en cadena filmada que dura veintinueve minutos y cuarenta y cinco segundos. ¿Mucho o poco? No es nada, pasan volando, y a la vez es muchísimo, un verdadero despropósito. Esa especie de estupor temporal que se abate sobre el espectador es sin duda uno de los efectos más extravagantes de la obra de Fischli & Weiss. Podría durar mil años o unos segundos, el tiempo indispensable para que se produzca uno de los muchos colapsos que componen la película. Que la bolsa llena de basura descienda lo suficiente para rozar la cubierta, que la cubierta ruede por la plancha de durloc y empuje el rodillo, que el rodillo golpee contra el bidón, que el bidón vuelque el alcohol sobre la vela encendida… Hay algo maníaco, como de compulsión insomne, en esa secuencia de causas y efectos que evoca también, de una manera extraordinariamente irónica, la fiebre fabril de las líneas de montaje. Taylorismo de F&W, sí, pero taylorismo menor, de bricoleurs de tallercito de herramientas, taylorismo de ferreteros vintage, de hoarders, de cirujas. Todas las cosas que son como son en TWTG son cosas usadas, melladas, debilitadas por el tiempo, cosas desvalidas que sólo un desconcertante imperativo de performatividad puede haber persuadido de entregarse a esas bodas anómalas de globos y bidones, vasitos y planchas de aglomerado, bolas colgantes y barras de metal, maderas y colchonetas inflables. 

“Reacción en cadena” hace pensar en mecánica, y es fácil confundir la ingeniería de TWTG con el despliegue lleno de ingenio de un mecanismo casero, con su lógica de fases, repetición y previsibilidad. La escena es siempre la misma: algo se mueve, pesa, cae, rebalsa, y otra cosa se mueve, empieza a pesar, cae o rebalsa. En ese sentido, TWTG es una obra discreta, enumerable, que se deja descomponer en unidades mínimas, “catastrofemas” ínfimos de los que pueden variar los personajes (la botella, la escalera, el carrete, el embudo, la silla, el cable, la mecha, la caja de cartón, el escobillón, el balde, el vaso de plástico, la plancha de madera), la acción (golpear, empujar, rozar, encender, soplar, volcar, inclinar, llenar, disolver), el tempo (el larghissimo de lo que gotea, el lento de lo que se infla o se disipa, el prestissimo de lo que se escupe o estalla), el volumen (el pianissimo del evaporar, el fortissimo de la pirotecnia) y la articulación (el picado de la colisión, el ligado del empuje), pero nunca la “situación”, que consiste siempre en la producción en vivo de un contacto y una crisis y su posteridad inmediata (movimiento, cambio, reconfiguración). Y sin embargo, aunque todo en TWTG sea previsible, todo es también inesperado, revelación, sorpresa pura. Y sin embargo, aunque el film instala la cuestión del tedio con una crudeza insólita, nada más entretenido, nada más regocijante que la sucesión de cataclismos menores que pone en escena. 

Sabemos siempre lo que va a pasar en TWTG. Lo que no sabemos es cómo (ni para qué: F&W son grandes ingenieros célibes, expertos en improductividad). La cámara filma la sucesión de hecatombes en un (falso) plano secuencia; a veces sigue la acción desde atrás, desde “el pasado”, y permite entrever lo que vendrá; a veces la acompaña de costado, en paralelo, omitiendo lo que precedió y lo que la sucederá; a veces la filma desde adelante, desde “el futuro”, que queda fuera de cuadro y es un enigma. De ahí la extraña forma de suspenso que habita una película donde todo está ya escrito desde el plano de apertura, desde que la masa negra de la bolsa de residuos, ese caos-cosmos original, gira bajando y pone en marcha el desopilante reguero de contratiempos. La lógica es la misma, siempre, pero cada crisis es una coyuntura específica, particular, que ensambla los elementos y materiales más heterogéneos en un equilibrio frágil, fatalmente condenado a muerte, que ofrece a nuestra mirada incrédula el espectáculo extraordinario de su duración. ¡Tantas cosas pueden suceder hasta que suceden las cosas! (Algo de ese espectáculo, su condición de tableau vivant, habían explotado ya los artistas en la serie fotográfica Quiet Afternoon [1984-1985], donde esculturas hechas con objetos cotidianos ensamblados, fuertemente antropomórficas, se mantenían milagrosamente en pie, sostenidas por ángulos imposibles, y exhibían con una temblorosa dignidad las fracciones de segundo que las separaban del desmoronamiento. En cierto sentido, TWTG es el fuera de cuadro en continuado de Quiet Afternoon, sólo que ahora una literalidad seca –matter-of-factness sin concesiones– ha reemplazado el surrealismo rousselliano de las fotos). De ahí, del desastre mismo, nace en F&W lo que –a falta de una palabra mejor– podemos seguir llamando “eficacia”, a condición de pensarla no como una forma de completud (propósito/ consumación) sino como una potencia equívoca, profundamente perversa y, digámoslo ya, porque la palabra ronda hace rato estas líneas, profundamente cómica. Si hay taylorismo en TWTG (si hay “eficacia”), es un taylorismo de comedia, fundado no en la optimización o la rentabilidad sino en la gratuidad y la incongruencia. Es cierto que “todo funciona” en TWTG (en el sentido de que el mecanismo siempre sigue en movimiento, no importa lo que pase), pero eso que los artistas hacen que funcione (invisibles pero omnipresentes, como Flaubert, otro maestro del tedio y la comicidad, exigía que los autores estuvieran en sus obras) no es otra cosa que el traspié, el percance, el accidente. El gran acontecimiento de TWTG –el único, a decir verdad– es la Caída. Taylorismo slapstick

Bergson decía que hay comedia cuando algo del mundo mecánico se inserta en lo viviente. TWTG plantea la hipótesis inversa: hay comedia cuando una dosis de humanidad se infiltra en el mundo de lo mecánico. Es un sabotaje peculiar, porque no consiste en impedirlo ni en neutralizarlo, sino simplemente en hacerlo vacilar. TWTG es una obra cómica, sí, quizás uno de los puntos más altos de una relación –arte contemporáneo y humor– bastante poco generosa en ejemplos felices, pero sobre todo es una obra de una delicadeza abismal, que transforma la inocencia –una experiencia muy difícil para el arte– en una fuerza de revelación de una precisión extraordinaria. Viendo cómo son las cosas (viendo TWTG) las vemos titubear, como si pensaran; las vemos recelar, arrepentirse y ralentar la marcha, y aunque ya es tarde para retroceder, porque el mecanismo no se detendrá, la zozobra que nos estremeció de risa cuando las cosas parecían a punto de fallar (¿caerá el vasito de plástico al abismo antes de haber cumplido con su misión? ¿se desplegará la colchoneta lo suficiente? ¿pesará el peso todo lo que tiene que pesar para impactar al siguiente motor?) –eso, ese peligro maravilloso, está y queda allí, y es mucho más que una transición hacia un nuevo colapso y el relanzamiento del movimiento: prodigio de lentitud o de rapidez, imperceptible o espectacular, ese peligro previo a la acción es una escena por derecho propio, un verdadero acontecimiento, tan performativo y “dramático” como el colapso en sí, pero sin duda más poético y mucho más cómico. Todo funciona en TWTG, pero todo puede fallar en todo momento. A la disyuntiva ¿manipulación o azar?, tan álgida siempre en los debates del arte contemporáneo, F&W oponen esta sutileza: la falla orquestada. Hasta ahora, equivocarse sólo era cómico si era espontáneo, “natural”, y sobre todo si cobraba víctimas. TWTG va tanto más allá que parece de otro planeta, un planeta que a veces se llama arte, el único, en rigor, capaz de producir inocencia sin producir víctimas y arrancar alegría y risa de la precariedad del mundo. 

 

Imagen. Fischli & Weiss, fotograma de The Way Things Go, 1987, cámara: Pio Carradi.

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