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Hay una unidad del cine que escapa a los manuales de semiología pero que cualquier espectador enamorado de lo que ve en la pantalla reconocerá de inmediato. No es la secuencia (unidad narrativa), ni el plano (unidad técnica), ni mucho menos el fotograma (extracto congelado de un fluir irremplazable), sino una vibración momentánea, puntual, escurridiza, que nos sacude de golpe, produce una especie de levitación en la butaca y nos persuade de que lo que estamos viendo es cine y no un remedo torpe, un sucedáneo. Aunque la sensación es clara y distinta, el efecto es contradictorio: redobla la fuerza hipnótica que nos pega a la imagen en la sala oscura (“Nunca vi lo que estoy viendo y me fascina”) y al mismo tiempo nos aleja con curiosidad ontológica (“¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Qué fórmula secreta la anima?”). Parece concentrar la diversidad de lo que muestra en una unidad mínima punzante (¿fue Pasolini el que habló de un “cinema” análogo al morfema o al fonema?) y sin embargo no se deja reducir: es puro exceso. Es posible que coincida con ese sentido testarudo y huidizo de la imagen que Barthes llamó “obtuso” por oposición al sentido “obvio”, claro y unívoco, o que se corresponda con ese magma más inefable todavía, la emoción estética. Conlleva una emoción, es cierto, y poco después una valoración: es la fuente del balbuceo con que abrumamos al acompañante a la salida del cine, la llama que aviva las discusiones con los agnósticos, el Santo Grial de nuestra defensa amorosa de la película. Si fuéramos capaces de traducirla en palabras, sospechamos enseguida, podríamos rozar el misterio alquímico que hace de lo que vimos una película y, todavía más, sumarlo a los intentos de definir el lenguaje cinematográfico con los que se escribe la historia del cine. Es por eso el impulso más genuino de la crítica; la intensidad casi física de la vibración asegura, si no la verdad o la propiedad del juicio, al menos la necesidad impostergable del comentario crítico.
Por su fijeza y su artificio, el fotograma no podría representar la unidad de la que hablamos. Vale sin embargo como una molécula de eso que sucedió en otra parte, como su fetiche, su memento mori. ¿Qué relación guarda si no este fotograma de Elephant de Gus Van Sant, por ejemplo, con el recuerdo evanescente de la levitación en la butaca?
Michelle, la chica cuya respiración se hace vapor en el frío del campo de deportes, será dentro de muy poco uno de los blancos erráticos de la violencia de dos de sus compañeros que asolará el liceo de Columbine con una masacre intestina, atroz, inexplicable. No lo sabemos todavía, pero es uno de ellos, Elías, el intérprete del Claro de luna que escuchamos desde el comienzo de la secuencia. El suceso policial real anula el suspenso –sabemos de antemano el final de la película– pero no sabemos quiénes serán los victimarios, quiénes las víctimas. En cada uno de los bucles temporales con los que Van Sant recorre una y otra vez la apacible inminencia del desastre buscando pistas, la cámara sigue a los protagonistas en sus largas caminatas por los corredores encerados, el comedor, la biblioteca, los baños de la escuela, con escrúpulo enervante que recuerda a Chantal Akerman. En la secuencia que incluye el fotograma de Michelle, en cambio, la cámara está fija a cielo abierto (uno de los pocos “exteriores” entre los muchos “interiores” que escrutan palmo a palmo el aséptico confort de un secundario medioamericano), y deja que el ir y venir de los jóvenes atraviese el cuadro, como si no contenta con pisarles los talones en sus recorridos rutinarios, investigara la arbitrariedad del destino ya signado, la metafísica de la propagación del mal, en el azar con que los cuerpos pasan fugazmente frente a la cámara. Fútbol americano, gimnasia, footing deliberadamente mal encuadrados –puro exceso, sentido obtuso–, y hasta quizás una ironía dramática en la jovialidad de los deportistas: “Mens sana in corpore sano”. Michelle, incómoda en su cuerpo adolescente –otro lugar de pasaje–, se demora ante la cámara y mira el cielo encapotado. Anticipa la frase de Macbeth que Elías –no una mera fuerza maléfica propia del maniqueísmo, sino un espíritu sensible que entiende a Beethoven y cita a Shakespeare– invocará al comienzo de su raid homicida: “Día tan bello y tan feo no había visto nunca”.
Aunque la delicada maquinaria de Gus Van Sant produce su efecto más perturbador cuando aparecen los títulos finales (¿cuánto tiempo pasó desde la primera imagen?, ¿qué engranaje estético ha desquiciado el tiempo y el espacio?), su rigor geométrico se intuye ya en el campo de deportes y nos eleva en la butaca, rendidos ante la intelección sensible del arte. Van Sant no ha desechado el apunte verista en las historias de los estudiantes, pero sabe que no hay causalidad psicológica, social ni política que pueda desentrañar la complejidad sideral del mal que estalla en el liceo. Es lo que dice la forma rizada de Elephant: el mal está en todas partes. Sólo un dispositivo vacío de contenido, capaz de sacudir nuestra percepción, puede intentar confrontarnos con el escándalo lógico de una isla hiperprotegida y reglada de la civilización en la que de pronto surge la barbarie. Los denodados esfuerzos documentales, explicativos e histriónicos de Michael Moore en Bowling for Columbine quedan reducidos, por comparación, a un activismo ingenuo, precario. La ficción conceptual de Van Sant es una defensa encendida de los poderes exclusivos del arte.
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