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Huérfanos

NARRATIVA

 

Patricio Pron, El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, Buenos Aires, Mondadori, 2011, 218 págs.; El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, Barcelona, Mondadori, 2011, 208 págs.

 

De su infancia en Alemania, el protagonista de “Dos huérfanos” sólo recuerda una escena desgarradora y brutal. Asomado a la ventana del sótano donde se refugia durante el bombardeo de Dresde, ve un perro que aúlla entre los escombros, ve después a un soldado alemán que vacía el cargador de su pistola sobre el animal, y ve la larga agonía del perro que gime y tiembla sobre el charco de su propia sangre, hasta que el bombardeo termina por fin y, casi al mismo tiempo, el perro deja de temblar. La escena es el motivo evidente de lo que viene después, el abandono de Dresde, el trabajo de veterinario en el zoológico de Múnich y el repentino traslado voluntario a los campos remotos de una fundación en un pueblo minúsculo de la provincia de Santa Fe, donde el niño de Dresde, ahora adulto, cría ñandúes y cuida a un cervatillo huérfano. Nadie en el pueblo entiende por qué ese alemán excéntrico no siembra sus campos, y empiezan a circular rumores de que guarda tesoros nazis enterrados en la casa. El final del cuento es una inversión trágica de la escena del comienzo: unos ladrones asaltan al alemán, los tesoros nazis no aparecen y los asaltantes acaban disparándole cuatro tiros en el estómago. Mientras el alemán intenta levantarse sobre el charco de su propia sangre, ve que el cervatillo lo mira estupefacto. Logra apartarlo con un último gesto para que huya al campo, pero cuando el animal se vuelve para mirar a “ese huérfano sin patria” que intentó salvarlo, lo alcanza un tiro fatal. “Un momento después, hombre y animal, los dos huérfanos, dejan de respirar al unísono”.

Perfecto en su simetría, partido al medio por la guerra y el nazismo, “Dos huérfanos” bien podría ser un cuento alemán. A un lado, la patria violenta aborrecida desde la infancia; al otro, el refugio en un país remoto, signado por otra violencia igualmente ciega y brutal. La agonía del perro que el niño presencia en Dresde se espeja en la propia agonía que el cervatillo presencia en Santa Fe; la muerte los hermana a todos en la misma orfandad y aniquila en unas pocas páginas cualquier resabio de Heimat en Alemania o ilusión sudamericana de un hogar. Pero el cuento está en el centro de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan del rosarino Patricio Pron, que dejó Santa Fe en 2000, vivió en Alemania durante ocho años y ahora vive en España, un recorrido de sentido inverso al del alemán, que trastoca la simetría del cuento y lo transforma. Santa Fe no es sólo el destino exótico del personaje, sino la tierra natal del autor, que sobreimprime su propio desprecio por el pasado violento de su país en el odio del alemán. Un hecho policial menor, un exceso o un error, se funde con la tragedia de la guerra y el nazismo y, por desplazamiento, con el pasado más oscuro de la patria del autor. El trauma histórico alemán es una herida en la que sangran otras heridas, una vara con la que medir el mal del mundo, un imán de otras cuentas pendientes y otras culpas. Pero hay todavía otros deslizamientos más medulares en la identidad de un escritor. El cuento está escrito en un español peninsular parco y preciso –no la variante internacional con la que se allanan las diferencias en el mercado editorial, sino una especie de buena traducción castiza del alemán–, que habla de otras inversiones: el desprecio del personaje ficticio por su idioma (“el idioma de un país que ya no existía y que él odiaba”) está literalmente “traducido” a la lengua del narrador, y duplicado en el desaire al español rioplatense del autor. Que el epígrafe del cuento sea de Franz von Kobell, un escritor alemán del siglo xix que cultivó con orgullo el dialecto austrobávaro, sólo puede entenderse como la ironía cifrada de un escritor argentino que se apropia de la mejor tradición literaria alemana de posguerra (de Günter Grass a la pútrida patria de Sebald), de la antipatria austriaca (el anti-Heimat de Thomas Bernhard y Elfriede Jelinek) y de una obra extraterritorial más cercana (la escritura en tránsito del chileno Roberto Bolaño), las reescribe en tensión imperceptible con su propia tradición y se solaza en la adopción del español de la “madre patria”, casi un insulto para el independentismo lingüístico latinoamericano y los deberes patrióticos del exiliado para con su verbo raigal, el dialecto argentino. Un anti-Heimat por elevación. Es cierto que también América Latina dio antipátridas feroces como Fernando Vallejo, que destiló el odio por la violencia endémica de Colombia en un río de injurias y diatribas, o el hondureño criado en El Salvador Horacio Castellanos Moya, que se afilió a la tradición austríaca para vomitar su desprecio en El asco. Thomas Bernhard en San Salvador. Pero ninguno abandonó la inflexión propia del idioma, donde vibra todavía un tono nacional, rastro indeleble de la diferencia continental. Pron desdeña incluso ese vaivén que se juega en la lengua (de la que somos dueños, nos recuerda Derrida, pero también rehenes) y liquida en el mismo movimiento la fidelidad al localismo argentino y al color “latino”, tan al gusto del exotismo de los centros. Prefiere el deslizamiento alegórico o el ejercicio sutil de traducción.

De ahí que la distorsión deliberada de “Dos huérfanos” se extienda a casi todos los cuentos de El mundo…, originalmente “El libro alemán”, un título engañosamente tautológico que le habría hecho más justicia. Con el mismo juego de espejos deformantes se puede leer la injuria bárbara contra el inmigrante de una granjera alemana con la que se cierra “Abejas” (“esa turca de mierda”); o las desapariciones de una aldea rural en “Las ideas”, niños que se alejan misteriosamente de sus casas como en un cuento de los hermanos Grimm y vuelven sin explicación unos días más tarde, cuando la repetición sistemática de ausencias (“otra de las tantas incomodidades sobre las que nada podíamos decir”) ya deja indiferentes a los habitantes de Ausleben. O, por oposición y contraste, el juego psicogeográfico de una pareja de Hamburgo en “El estatuto particular”, que se entrega al azar de una deriva callejera en busca del otro por la Europa reseca del simulacro y el turismo internacional. Porque aunque los cuentos de Pron bien podrían ser alemanes, muchos de sus personajes están de paso, dicen que están en un lugar pero están en otro, duermen en sofás de casas prestadas, son aficionados a una taxonomía arbitraria que quiere dar cuenta de la variedad del mundo y descreen de cualquier colectivo que intente fijarles una identidad. “No existe nada que puedas llamar ‘Hispanoamérica’”, asegura P., un joven escritor que lleva una vida errante en Europa. Es argentino y habla con un amigo español, pero también podría suscribir el corolario cínico con que el joven escritor de Hamburgo liquida cualquier ilusión situacionista en la deriva por las ciudades europeas de hoy: “Desaparece, piérdete completamente de vista. Que no te reconozcan ni tu perro ni tu puta madre”. Y también: “Viaja a una ciudad cualquiera. Mira lo que pasa por allí. Déjate pegar por cabezas rapadas. Siéntete una mierda”, una versión desencantada y cínica del “Déjenlo todo nuevamente. Láncense a los caminos” del manifiesto juvenil de Bolaño, presumible maestro autoficcional de “La visita al maestro”, visitado en el juego de inversiones por una joven escritora alemana.

No se trata, sin embargo, de la rumia amarga del exiliado, sino de un desarraigo más radical. Si le preguntan, Pron dice que simplemente “vive fuera”, como si hubiese elegido vivir a la intemperie, en un lugar sin localización precisa que lo exime de sobreactuar las diferencias. Liberado del lastre de la tradición única, se vuelve más poroso y menos enfático, matiza lo propio con lo ajeno, y despliega un arco variado de motivos, formas y tramas con los que figurar la extrañeza de un mundo en el que cabe la propia historia, pero también la sordidez de una solterona que fotografía niñas mientras orinan en los parques o la perturbadora atracción por las orgías de una pareja filonazi. Con una lengua acerada, templada en la sintaxis de otras lenguas, suelta la mano y la imaginación, afina el foco y ahonda la mirada con los términos imprevistos de una comparación: “El país que se llamaba Alemania había terminado”, se dice del alemán de “Dos huérfanos”, “había desaparecido de la faz de la tierra como un paraguas que en un día de tormenta es arrebatado de las manos y da un giro o dos en el aire y luego se pierde en la densa, sólida, pared de agua que, sin interrupciones, une momentáneamente el cielo con la tierra”.

Si El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, y antes El comienzo de la primavera, son los libros “alemanes” de Pron, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, su última novela, es sin duda su libro “argentino”, una invectiva apátrida menos oblicua y, al mismo tiempo, una especie de reconciliación. Pron ya se había acercado a la historia argentina en Una puta mierda, una fábula negra sobre la Guerra de Malvinas, pero ahora es él mismo quien vuelve por primera vez a Santa Fe para visitar a su padre –periodista y ex militante de la izquierda revolucionaria durante la dictadura militar–, que está al borde de la muerte en un hospital. La recuperación del trauma de la dictadura y el regreso afantasmado del autor a la ficción parecen acercarlo a los caminos más recurridos de la narrativa argentina de los últimos años, pero Pron se aparta muy pronto de las formas conocidas de la “vuelta a los setenta” y la autoficción. Aclara desde el comienzo que ha perdido la memoria por el abuso de fármacos durante los años que pasó en Alemania, una confesión verdadera o falsa –tanto da– que complica el verosímil autobiográfico de lo que sigue, como la copita de coñac que antecede a la visión del aleph en el cuento de Borges. ¿Cómo confiar en un autobiógrafo que ha perdido la memoria? Con la coartada del olvido, enrarece la mirada sobre el país al que vuelve, faceta la historia familiar y alterna la clave irónica, displicente y fría con la nota grave, dolida y hasta sentimental, en un tono escurridizo y ambiguo que, si cabe la paradoja, es su rasgo más personal. La lengua, una vez más, es la medida más cierta de la distancia, un español consumadamente ibérico que en el recuento del regreso a la patria asciende a alta traición: no sólo de pronto hay “fregaderos”, “listines telefónicos” y “albaricoques” en la ciudad de Rosario, sino que las cosas se “cogen” en lugar de “agarrarse”, interdicto máximo del español de España en la lengua nacional. Pero la infidelidad a la inflexión propia del idioma es aquí sólo un epifenómeno de un desdén más visceral. En el aleph inesperado que se abre en el aeropuerto de Buenos Aires, Pron ve policías torvos, ve su propio pasaporte como “una planta muerta, ya sin ninguna posibilidad de volver a la vida”, ve una chica con minifalda que entrega “galletitas” con dulce de leche, y hasta un Maradona monstruoso perseguido por periodistas y fotógrafos. Un shock de argentinidad reconcentrada del que huye despavorido. Es sólo el comienzo de una inmersión más esencial.

La vuelta, a partir de ahí, no es la recomposición apacible de lo que quedó atrás. En breves fragmentos de numeración errática, se suceden recorridos vagos por la casa familiar, escenas mudas de hospital, fotos fijas de los recuerdos de infancia, pesadillas y, sobre todo, listas, listas de sedantes, ansiolíticos y antidepresivos, listas de sus efectos colaterales, listas de libros leídos y no leídos por los padres, listas de detalles arbitrarios con los que resumir el recuento de una vida y hasta recetas de cocina. Y si el fragmento y la lista son los antídotos formales contra la falsa linealidad novelesca de la autoficción, el cambio de escala, el desplazamiento y el ready-made son los atajos estratégicos para acercarse al agujero negro de la historia política argentina que está en el fondo pantanoso de la vida familiar. Revisando papeles, Pron da con un recorte de diario que abre un dossier completo, “El misterioso caso de un ciudadano desaparecido”, un hecho policial real ocurrido en 2008 en un pueblo vecino, El Trébol, que su padre por algún motivo parece haber seguido con atención: la desaparición y muerte de un pobre tipo, Alberto Burdisso, víctima de una estafa miserable que termina en homicidio. La historia completa se reconstruye con artículos de la prensa local que la novela recorta y transcribe en una especie de non fiction ready-made que, desde el “desaparecido” del primer título, cobra vibración alegórica; un uso desviado del género y el material documental que lleva las marcas, ahora más nítidas, de Ricardo Piglia, Manuel Puig y Rodolfo Walsh. La muerte de Burdisso, un “tonto faulkneriano” golpeado y arrojado con vida a un pozo en pleno campo, trae otros pozos y otras muertes, incluida la de su hermana Alicia Burdisso, desaparecida en la guerrilla de Tucumán, y también los años de militancia de su padre, amigo de Alicia, que la novela examina hacia el final. Pero el collage de la prensa vernácula no es un simple ejercicio de cut and paste para remozar el género policial. Pron entrecomilla y se distancia de los clisés de la prosa periodística con profusión de corchetes y “sics”, como si los errores, los lugares comunes y las pretensiones burdas de argentino exquisito de esa prosa –y, por extensión, la ignorancia y la jactancia moral de la clase media con sus marchas mezquinas por la seguridad– le resultaran tan indigeribles como la violencia bruta de los asesinos de Burdisso o los crímenes de la dictadura. Hacia el final, sin embargo, la novela se ocupa de los setenta sin desvíos metafóricos: sin ánimo de abrir juicios más abarcadores sobre la izquierda revolucionaria, Pron exhuma la militancia de los padres como un capítulo sinuoso de la historia familiar, una herida abierta que funciona como la escena de Dresde en la infancia del alemán. Menos por la revisión sumaria de una cuestión política espinosa que por la insistencia en dejar claro lo que la audacia de la forma ya había dicho mejor, se extraña en las últimas páginas la contundencia desnuda de los cuentos alemanes.

La “novela argentina”, en cualquier caso, espeja y refracta el “libro alemán” hurgando en un malestar que no tiene nacionalidad. “Los dialécticos más agudos son los emigrados”, escribió Bertolt Brecht, “de los menores indicios deducen los mayores acontecimientos”, y la frase bien podría servir de epígrafe a los dos. Porque, aunque el hijo salda cuentas con el padre, se reconcilia con su militancia, e incluso le da la palabra para que presente su versión de los hechos en su propio blog (ha escrito “Dos huérfanos” y conoce el precio del desamparo total), en la imagen de “la boca negra del pozo” con la que se cierra el viaje, se cifra una orfandad más abismal. El pozo es la pútrida patria violenta, pero es también el cauce de una barbarie que no conoce fronteras, un fondo oscuro al que es posible asomarse en cualquier parte. Frente a la estrechez de miras de mucha ficción actual, la literatura apátrida de Pron brilla por la ambición de figurar el mundo entero y la hondura de la visión. Se niega a mostrar el pasaporte en las aduanas literarias de la nacionalidad.

 

Lecturas. Georges Didi-Huberman incluye la cita de Bertolt Brecht en Cuando las imágenes toman posición (Madrid, Antonio Machado Libros, 2008).

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