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El “fin de la historia” en el pop y la finalidad de la crítica de rock.
Según figura en un judicial article for deletion de Wikipedia, en el mes de marzo pasado la enciclopedia libre decidió por varios votos borrar la entrada “Hauntology (musical genre)”. El término –que aún sobrevive en la ciberdoxa wikipédica como término deconstructivo de Jacques Derrida– viene circulando por la blogósfera que nuclea a críticos/teóricos de rock angloamericanos desde comienzos de 2006. Su eficacia para explicar cierto acercamiento “espectral” a la música de hoy se puede rastrear especialmente en los blogs de Simon Reynolds (Blissblog), Mark Fisher (K-Punk), Mike Powell (Peanut Butter Words and Ha-Ha Breath) y Adam Harper (Rouge´s Foam), sin contar el artículo “Society of the Spectral” de Reynolds en la revista The Wire de noviembre de 2006. Pese a que pertenecen a géneros dispares, mediante el concepto de hauntology, importado de Espectros de Marx (Derrida, 1993), fueron analizados, entre otros artistas independientes, solistas como Ariel Pink, Position Normal y The Caretaker, bandas como Boards of Canada y Burial y el sello británico Ghost Box. El gesto de “transculturizar” una idea de la filosofía para que funcione en un marco más pop fue propio de la crítica de rock desde los inicios, al menos si contamos a partir de Aesthetics of Rock (1970) de Richard Meltzer. Como Robin Hoods de la Academia, ex estudiantes de humanidades o autodidactas, que van de Meltzer a los citados Reynolds y Fisher pasando por Greil Marcus y Diedrich Diederichsen, han echado mano de herramientas conceptuales que los ayudaran a entender y explicar su música favorita, arriesgándose a la tergiversación de la teoría original si fuera necesario. Es el movimiento contrario de los estudios culturales, que “elevan” a material de análisis fenómenos de la industria cultural, pero sin salirse nunca de los ámbitos académicos.
Con la popularización de Internet y sus posibilidades de bajar mp3 y acceder a páginas que “linkean” una música con otra, como All Music Guide, no sólo se decretó la muerte de la disquería sino también la de los críticos de rock, mediadores “discurseros” cuyo trabajo termina interrumpiendo la nueva apariencia de inmediatez en el consum(ism)o musical. La exclusión de Wikipedia del concepto derridiano de hauntology (según lo reelaboró la crítica rockera, como ya veremos) es un honor para festejar. Demuestra que la crítica de rock no está muerta y que puede insistir con sus ideas e ideales allí donde la circulación virtual de mp3 no exige a los “especialistas” más que un informe meramente instrumental (a qué género pertenece, a qué suena parecido). Tras Internet, el “tempo” de la crítica es otro: se ralentiza porque rompe el loop de esta nueva bulimia del download y el archivo permanentes, la cual define una especie de “metaconsumo” (un consumismo en estado puro, libérrimo, porque parece liberado aun del intercambio mercantil, pero que padece de todos los síntomas de “acumulación sin uso” que ya enumerara Jacques Attali en su Ruidos de 1979).
En 1993, Derrida insistía en la (re)aparición de los espectros marxistas para contraponerlos a la altisonante proclama del “fin de la historia” hecha por el politólogo Francis Fukuyama tras la caída del Muro y el “comunismo”. Para el neoliberal de genética japonesa, el capitalismo ya constituía un presente que se bastaba a sí mismo. Con esto le regalaba al francés una nueva excusa para comprobar las bondades de su deconstrucción de la metafísica de la presencia. No existe, decía Derrida, tal “ontología”, “un mundo de densidad inmediata, de cosa sin pasado”, un ser total( itario), limpio de toda espectralidad tras el “apocalipsis”. Cuando el capitalismo parecía haber ganado, debía enfrentarse a los fantasmas de cuestiones irresueltas por su sistema, ya denunciadas por el marxismo. A la “ontología” del fin de la historia, Derrida oponía una “fantología” asediada por esos espectros que superan la barrera de lo vivo y lo muerto, del alma y el cuerpo. (“Ontologie” y el neologismo “hantologie” son homófonos en francés; en inglés, “haunt” es “acechar” e incluso “embrujar”). Reprimir esos espectros implicaría un acto de totalitarismo (tendencia presente en el seno del mismo marxismo).
Pero ¿cuál sería el “fin de la historia” en términos de pop?
El pop se comerá a sí mismo. Así se llamó el opúsculo que el crítico inglés Jeremy J. Beadle publicó en 1993. Subtitulado “La música pop en la era del soundbit”, su tema era el sampler. Es decir, el aparato digital que sirve para almacenar muestras (samples) provenientes tanto del medio ambiente sonoro (un ladrido) como de piezas ajenas. A estas muestras se las puede modificar tímbricamente con efectos y, musicalmente, mediante un teclado capaz de alterar la altura (pitch). Almacenados los fragmentos sonoros, de lo que se trata luego es de combinarlos en un montaje o utilizarlos para aderezar arreglos. A fines de los ochenta, este instrumento permitió el desarrollo de géneros basados en la estética del collage como el house y el hip hop. De estas tendencias no rockeras, el rock tomó técnicas con que se moldearon el “techno rock” y sus derivados.
El sampler se volvió popular (barato) al mismo tiempo que el pop acumulaba y definía su museo. Lo de que “se comerá a sí mismo” es parte de una distopía imaginada por Beadle: si esta música cita su propia historia, en algún momento agotará sus recursos. En los noventa, la industria del compact disc rebobina la historia del pop a través del boom de las reediciones. Mientras tanto, a fines del siglo XX, músicas basadas en el sampler –el house/techno y el hip hop– terminan por democratizar las técnicas de montaje fundadas por las vanguardias a principios de siglo. La música pop se enfrentaba a su propio posmodernismo: si todo es historia, ¿cómo seguir? ¿Cómo citar? Se debatía entre el archivismo y el vanguardismo, el pastiche y el collage, la cita y el cut & paste, Lenny Kravitz o Beastie Boys, Blur o Björk, el grunge o el big beat, el U2 de The Joshua Tree o el de Zooropa. A fines de los noventa, las listas de “mejores discos de la historia” abundaban. El canon de los clásicos quedaba definido ideológicamente por revistas como Rolling Stone o Mojo. Ya en 1991, Kravitz había sintetizado la sensación de que no había nada nuevo por hacer: “La gente siempre señala mi relación nostálgica con el pasado, pero yo no la veo. Lo que sucede es que nunca va a haber nada mejor que Led Zeppelin I, Jimi Hendrix, Bob Marley, Axis Bold as Love, Innervisions, los Stones. Ellos vivirán por siempre. La tecnología sigue su curso pero es pura mierda. Todavía ponés Led Zeppelin I y te das cuenta de que en ninguna parte vas a encontrar un sonido de batería mejor. Yo hago las cosas como se hacían cuando los mejores eran ellos. Uso el mismo volante”. Simon Reynolds bautizó record collection rock (rock a base de colección de discos) esta música posprogresiva que toma su historia como referencia, higienizada de otro tipo de inspiraciones (la política, el arte, los libros, el cine, etc.). Compruébese esto en el inalienable vampirismo beatle a cargo de Oasis. Esta fase retro parecía adelantar el fin de la historia. La “folclorización” definitiva del pop. Su autocanibalismo, la implosión terminal.
En esta etapa de museografía pop, la cita del pasado podía usarse como material de montaje (el hip hop es un archiejemplo de tal técnica) o como patrón compositivo (el pastiche estilo Kravitz). En el primer caso, el principio constructivo básico era el loop: la repetición mecánica de una frase que podía contener una muestra “tratada”. Cuando, mediando los noventa, Stockhausen escuchó ejemplos de música electrónica relacionados con el pop (Aphex Twin), preguntó: “¿Por qué son tan tartamudos?”. Si la dinámica compositiva del sampler basada en el loop podía alcanzar cimas barrocas con los collages de Paul’s Boutique (Beastie Boys, 1989) o Since I Leave You (The Avalanches, 2001), también exhibía sus limitaciones sintácticas. Cuando las computadoras se volvieron electrodomésticos y el cut & paste, una técnica rutinaria e infantil, los músicos optaron por volver a “tocar”, a lograr una “cohesión orgánica” presampler. Tal retorno a lo “orgánico” coincidió con el redescubrimiento del postpunk 78/84 (Joy Division, Gang of Four, The Cure): de ahí se tomó un modelo compositivo para absorber la obsesión rítmica, aprendida del hip hop y el house/techno, sin perder la orquestación del rock.
Cuando el canon pop cerró su Olimpo, irrumpió un nuevo reformismo. La revaloración de artistas no considerados en su momento (una historia paralela de “perdedores”, “outsiders” y “freaks”: de White Noise y Comus a Ike Yard, pasando por Black Devil Disco) coincidió, en los 2000, con el período en que el hip hop se enfrentó al agotamiento de lo que fue la deconstrucción misma del “soul negro” en ritmo y rapeo. Mientras, el house/techno desembocaba en un museo propio que alimentó un precoz retro electrónico y las raves de antaño eran transformadas en empresas globales tipo Creamfields.
Pero ¿qué demuestra la aún vigente tendencia al reformismo, empujado por coleccionistas de rarezas que suben a Internet sus vinilos? Que el pop ya no puede imaginar novedades ni cambios si no vienen del pasado. Todavía hoy, con sólo bucear más en la parahistoria del rock reprimida por el Canon de la Historia Monumental (lo oficialmente aceptado como Tradición) se consiguen nuevos materiales o patrones compositivos. En los 2000, la reivindicación del soft pop y la new age implicó el colmo de una apertura de gusto impuesta por esta obsesión archivista. Hay incluso escenas y movimientos inventados en el presente (minimal wave, freak folk), constelaciones que se visualizan recién hoy, a la distancia, a partir de la cohesión de artistas que en su momento no se conectaban entre sí. Esta plasticidad de la tradición va fundando una especie de “museo de utopías”, conformado por futuros prometidos en el pasado que quedaron incompletos.
Con la cibernética doméstica, por un lado, se democratizaron los materiales del archivismo pop en general (discografías completas que se pueden bajar de sites “piratas” como Taringa! y de softwares como Soulseek; los documentos fílmicos, videográficos y de audio online en YouTube, Grooveshark y Spotify) y del completista especialmente (gracias al download gratuito desde páginas que suben versiones en mp3 de vinilos oscuros no reeditados, caso Mutant Sounds). Por el otro, aparecieron herramientas de grabación y montaje muchísimo más sofisticadas que el sampler, como el Pro Tools y el Abletone Live. La visualización y manipulación de las frecuencias y las distintas pistas de una pieza convierten a todo compositor en un collagista, capaz de modificar con efectos y combinar entre sí muestras que superan los límites de tiempo que imponía el sampler. Nunca antes el acceso a materiales “difíciles” (de conseguir, de digerir) y las posibilidades compositivas habían alcanzado tal punto de libertad. Pero he aquí el síntoma: tanta libertad angustia.
Si coincidimos con el diagnóstico que expuso Renata Salecl en su On Anxiety (2004), la tiranía de la libertad de elegir entre una sobreabundancia de opciones es lo que torna angustiante (en el sentido kierkegaardiano) el consumismo actual. Es lo que Zizek llamaría el “infinito sofocante” del ciberespacio. La hiperdemocratización de la cibertecnología conllevó la de la música, pero es dudoso que el resultado haya sido el enriquecimiento del consumo y la producción que, en el pop post-PC, llegó al punto que Cage había vislumbrado en la música culta de los setenta: “Si Dios ha muerto, entonces nada está permitido” (Dostoievski remixado por Lacan).
La compresión de la información acarrea cantidad, pero no calidad ni comprensión: para abrirse camino en tal selva de opciones faltan “mapas cognitivos”. Si Salecl demuestra cómo esa angustia ante el exceso de posibilidades crece al mismo tiempo que los nuevos gurúes de la “autoayuda”, en el pop la búsqueda de guías y “amos” se detecta en: 1) el masoquismo de los castings de talentos del tipo American Idol, donde la crueldad de los jurados termina ratificando que la exclusión de muchos es necesaria; 2) la necesidad del rock de encontrar Patrones de Composición, paradójicamente, en las “revoluciones inconclusas” de su pasado (el revival del postpunk a cargo de Franz Ferdinand y demás); y 3) el aceptado paternalismo cibernético, tanto de la nueva burocracia comunicacional (adaptarse al rinconcito que Internet nos ofrece como propio: MySpace), como el de la técnica: divertirse armando mash ups (mezclas de hits de diversos géneros) mediante la simple aplicación de programas al caos de los mp3 que nos invade.
Como señala Fisher, hoy la evolución de la tecnología ha quedado descalibrada de la cultura pop orientada a la museología: un grupo (Arctic Monkeys) puede sumar público por su MySpace, pero practicar una música arcaica. En el LP 1952-19?? (1987) del outsider estadounidense R. Stevie Moore, cuando la versión irónica de “Satisfaction” pasa al track siguiente, “Technical Difficulty”, se oye una púa que salta los surcos. Uno sospecha que le pasó algo malo al vinilo, pero es una falsa alarma. Si su cover de los Stones habla de que los empresarios de las discográficas lo rechazan,“Technical Difficulty” es puro metarrelato:“Aquí estoy / en una sesión de grabación / en mi cuarto / pero mi equipo está fallando. / Hay algo malo acá, / escuchen el ruido y cómo caen los agudos”. Esta puesta en escena de una enunciación, unida al falso rayado de surcos, recuerda los efectos que usó Bergman en Persona (degradaciones del celuloide; espejos que reflejan la cámara que filma). Fonografía fue bautizado el debut de Moore en 1976; Persona iba a llamarse Cinematografía: en ambos casos, se trata de exponer hasta el extremo los límites de la (auto)representación, de la escritura audiovisual. La representación sólo puede presentarse como tal “representadamente”. Según el sueco, la película nació de la deconstrucción del concepto griego “persona”, que empezó refiriéndose a la máscara para terminar nombrando aquello que está debajo de ella.
Moore –quien aún graba sus canciones solo en su cuarto, como entradas de diarios, completando casetes que hoy edita en CD-RS– representa un modo fonográfico de acercamiento a la “intimidad”, opuesto al del cantautor “confesional” que disimula el proceso de grabación y de edición. El artesanado artificioso de Moore es fonográfico antes que fonocéntrico (el mito del cantautor cuya voz y guitarra acústica expresan su interior). Es que detrás de toda persona “registrada” hay una máscara.
Ariel Pink (máscara de Ariel M. Rosenberg, nacido hace treinta y dos años en Los Ángeles) considera a R. Stevie Moore su maestro. De él aprendió a practicar su “extimidad” fonográfica, al punto de grabar todos los instrumentos él solo, incluso imitando las baterías con la boca y editando todo en una portaestudio de ocho canales. Haunted Graffiti, Worn Copy: los nombres de su “banda” y uno de sus mejores discos parecen definir sus “fonografías” como “grafitis encantados” o “copias gastadas”. La caligrafía casera de sus canciones suena espectral: la sensación de que su música no está realmente sucediendo en el presente. Las comparaciones periodísticas repiten que esas piezas nebulosas parecen hits de los ochenta (lo que Pink escuchaba de niño) sonando en una radio rota. El efecto es siniestro: entre el déjà-écouté y la sensación de que algo anda mal. Una dialéctica entre memoria e historia lo redime de la estilización del pastiche. El modo en que se recuerda es más importante que lo que pasó, tanto que irrumpen ahí “paramnesias” del pop, canciones “retroespectrales”. Lo mal recordado (badly recorded: lo mal grabado), el documento desgastado por su reproducción (worn copy) son claves en el concepto de hauntology.
El músico electrónico William Basinski resume la hauntology con máximo minimalismo: su pieza The Disintegration Loops (2002) es el registro de cómo una vieja cinta analógica se va degradando químicamente en los cabezales del reproductor, mientras se repite para ser traducida al sistema digital. La pieza consta sólo de esa trágica desintegración. Para Adam Harper, la hauntology es un efecto estético (analiza en este sentido a pintores post-Gerhard Richter como Peter Doig, D-L Alvarez, Luc Tuymans y Dan Hays, además de Neo Rauch), donde una primera capa de idealización kitsch del pasado es deconstruida por otra desde el presente, mediante un “proceso de ofuscación”, entendido como una metáfora de la memoria. Toda la obra de The Caretaker –artista que recarga de efectos antiguos discos de pasta hasta que suenan como una niebla de Turner– dramatiza desórdenes de la memoria: Selected Memories From The Haunted Ballroom, Theoretically Pure Anterograde Amnesia, Deleted Scenes / Forgotten Dreams. Un limbo Alzheimer del pop. Este “proceso de ofuscación” no es sino aquel tratamiento con FX (eco, cámara, delay) que los maestros del dub jamaiquino imponían a canciones de reggae, de las cuales borraban la voz. Ariel Pink compone desde el nuevo consumo esquizo del i-pod y VH1, donde tiempos y géneros conviven con atrevida promiscuidad, pero con sus métodos de grabación low fi (de baja fidelidad) logra un efecto de extrañamiento que lo separa del mero retro. Al contrario de quienes disimulan la discronía de su revival apelando a la ideología del clasicismo y aspirando al fetiche de la “Canción Perfecta”, los “haunted graffitis” subrayan ese time out of joint como textura de lo “mal recordado”. “El rock & roll está muerto / está todo en tu cabeza”, canta Ariel entre la niebla, si la memoria no le falla.
“No hay otra cosa que pasado”, sentencia Ariel Pink, cuyo flamante álbum se llama Before Today. Su música no es el pastiche de Kravitz, pero tampoco sería “progresiva”. Dramatiza un diagnóstico de época, que a la crítica de rock le tocó revelar, conectándola con otros casos y reciclando, a su modo, un filosofema discontinuado del Derrida modelo 93 (hoy la izquierda filosófica ya se replantea la “idea de comunismo”). Lo más notable de los artistas agrupados según el concepto de hauntology es que subrayan la “degradabilidad” de los registros tecnológicos y la fragilidad de la memoria, en medio de una “sensibilidad museofílica” que confía en la eternidad del registro y el almacenamiento, y se ratifica hasta en la permanente autodocumentación con cámaras de celular. La hauntology equivale a una deconstrucción del retro: no se puede volver atrás sin convocar fantasmas.
Dislocada de la Academia y de Wikipedia, la crítica de rock sobrevive en cierta zona de la blogósfera. Desde ahí recuerda que el Espectro Derrida siempre volverá a su discurso, para deconstruir la ideología fonocentrista que quiere mantener la ideología rockera (obsesionada con disimular sus procesos de mediación y producción). Esa técnica de “apropiación sampler” de los Bienes Culturales, desde un rincón inesperado, sigue siendo la finalidad de la crítica de rock.
Imágenes [en la edición impresa]. Fabio Kacero, Tootloop (2003), film 16 mm.
Lecturas. Simon Reynolds, “Society of the Spectral”, The Wire, noviembre de 2006; Mark Fisher, “Hauntology Now” (17/1/2006), “Home is Where the Haunt Is: The Shining´s Hauntology” (23/1/2006), “Is Pop Undead?” (31/1/2001) y “Phonograph Blues” (19/10/2006), en http://k-punk.abstractdynamics.org; Adam Harper, “Hauntology: The Past inside the Present” (27/10/2009) y “Out of the Mould, the New” (21/3/2010), en http://rougesfoam.blogspot.com; y Mike Powell, “Big Think: Tracks and Traces, Absences and Ideals” (11/1/2006), en http://revelatory.blogspot.com.
Discografía “fantológica”. Ariel Pink´s Haunted Graffiti, The Doldrums (2004), Worn Copy (2005) y House Arrest (2006), todos por Paw Tracks; The Caretaker, Selected Memories From The Haunted Ballroom (V/Vm Test Records, 1999); William Basinski, The Disintegration Loops (Musex, 2002); The Focus Group, We Are All Pan’s People (Ghost Box, 2007).
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