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Las diez caras de Mauricio Kagel

MÚSICA

 

Del control de la complejidad sonora a la indeterminación, de la performance a la sátira política y más, el fabuloso camino de un músico de varios mundos.

 

Mauricio Kagel murió en Colonia, Alemania, el 18 de setiembre de 2008, a los 76 años. Pocos obituarios se privaron de glosar a John Cage a la hora de despedirlo. “El mejor músico europeo es argentino”, había dicho Cage; lo fascinaba esa condición de hombre de varios mundos que Kagel encarnaba. Porque se puede pensar en Kagel como un decaedro. El Kagel de la Buenos Aires de mediados de los años cincuenta, influenciado por la Bauhaus y el surrealismo. El integrante del dream team de Darmstadt, la Meca de la Nueva Música de Posguerra. El que adoptó el serialismo. El que lo abandonó e incursionó en la aleatoriedad y la manipulación electrónica. El que comenzó a intervenir bajo el efecto Fluxus. El compositor de teatro instrumental. El compositor de piezas radiofónicas que resignificaron el género. El realizador cinematográfico. El músico posmoderno que exhumó discursos musicales desvalorizados. El músico puro. Esa facilidad para el tránsito la llevaba de Buenos Aires, la ciudad donde había nacido en la Navidad de 1931. Educado en un mundo de inmigrantes judíos y de izquierda, Kagel conoció el teatro de Shakespeare en idish antes que en castellano o inglés. Durante su infancia y adolescencia tomó lecciones de piano, violonchelo, clarinete y arpa. Estudió literatura con Jorge Luis Borges y fue amigo de Witold Gombrowicz. Kagel fue fundador de la Cinemateca Argentina. Giró brevemente en la órbita de Juan Carlos Paz, fue maestro preparador de ópera en el Teatro Colón y fue autor de la primera y gigantesca pieza de música concreta compuesta fuera de Francia (Música para la torre). Abandonó la Argentina en 1957, a instancias de Pierre Boulez. Llegó en 1957 al estudio de música electrónica de la Westdeutscher Rundfunk (WDR) de Colonia, y allí empezó su otra historia. Quince meses antes de morir y después de casi cuarenta años de ausencia vino a Buenos Aires, gracias a la obstinación de Diana Teocharidis, codirectora del Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC). La intensidad del reencuentro con las nuevas generaciones de músicos que lo veneraban quedó registrada de manera extraordinaria –y a la vez sentimental– en Süden, la película de Gastón Solnicki.

“Quería dejar una huella”, dice Kagel a la cámara de Solnicki, y a esos mismos artistas que lo acompañaron, como si con ese gesto buscara cerrar parte de una enorme brecha temporal. La Argentina lo había mirado de costado por casi medio siglo. En cierto sentido, llegó tarde a él. Y tampoco Kagel hizo antes de ese viaje esfuerzos denodados por jugar algún papel en su lejano país de origen. Ha sido el único músico argentino que, por así decir, estuvo en el lugar y el momento justos y que, en esas circunstancias, pudo desplegar todo su potencial y sus saberes cruzados. A fines de la década de 1950 Alemania era el centro de las convenciones. Y Colonia –mejor dicho, los estudios de la WDR– reunía la mayor cantidad de celebridades en ciernes: Karlheinz Stockhausen, György Ligeti, Gottfried Michael Koenig, Franco Evangelisti, Cornelius Cardew, Bernard Alois Zimmermann. Kagel se convirtió muy pronto en uno de los animadores de los cursos de verano de Darmstadt. No está de más aquí recordar algo. “These people have contributed materially in many ways to make our music what it is. Please do not hold it against them.” [Estas personas han contribuido materialmente de muchas maneras a hacer de nuestra música lo que es. Por favor, no se los culpe a ellos.] La frase de agradecimiento está incluida en Freak Out (1966), el primer disco de The Mothers of Invention, el grupo liderado por Frank Zappa. Entre los nombres están los de Kagel y Luigi Nono (recién un año más tarde los Beatles incluirían la foto de Karlheinz Stockhausen en Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band. “Ah, sí, claro, Zappa… Fue alumno mío en Darmstadt, sí”, le contó Kagel a quien esto escribe, en un restaurante español de Buenos Aires.

A principios de los sesenta, la música quiere conquistar el futuro con una sola tirada de dados. Carl Dahlhaus habla de la desintegración de los géneros. El musicólogo norteamericano Leonard Meyer da cuenta de su azoramiento por la caída de las formas cerradas. Meyer cree que hay algo que se ha terminado en la música occidental: el sentido teleológico de una composición. La música de vanguardia no se orienta hacia puntos culminantes, “no suscita expectativas, excepto tal vez la de que llega a su fin”. Son esos los años en que Hans Magnus Enzensberger escribe su ensayo Las aporías de la vanguardia: “Desde hace varias generaciones cualquiera que cubra planos de colores, cuartillas de letras o pentagramas de notas puede considerarse embanderado de la vanguardia”, dice Enzensberger . Las categorías “progreso” y “reacción” han sido “manejadas por tantos embaucadores que ya ostentan para siempre las marcas del abuso”. Días aquellos en los que el oficio compositivo se pone en cuestión. ¿Qué es una buena escritura?, desafían algunos. Kagel, un artista que siempre se formuló preguntas, conocía, en este caso, algunas de las posibles respuestas. Las iba poniendo en práctica a medida que se corrían los límites. Antes de que se conociera la diatriba de Enzensberger, había escrito Anagrama (1958). La obra, para coro parlante, solista y orquesta de cámara, fue un suceso extraordinario, al punto de que la noche de su estreno opacó a Kontakte, nada menos que la pieza canónica de Stockhausen. Kagel no sólo trata el texto como material musical (trabajando con la potencialidad sonora de los fonemas): le da una jerarquía compositiva equivalente a la de las alturas. El punto de partida es el palíndromo In girum imus nocte et consumimur igni (damos vueltas en la noche y somos consumidos por el fuego, el mismo que usaría Guy Debord para su célebre documental homónimo). Cada una de las letras es tratada como una serie de once valores que puede ser permutada, utilizando los mismos procedimientos que se aplican a las alturas. Kagel quiere que en esta obra babélica –o borgiana– las letras sirvan para generar palabras en español, italiano, francés y alemán, además del latín. La concepción básica de Anagrama responde a la búsqueda por parte del serialismo de una integración inconsútil del lenguaje a la música, pero Kagel añade la idea del coro parlante. La composición vocal estaba apenas restringida al bel canto de su tiempo; con Anagrama comienzan a escucharse gritos desenfrenados, susurros, gruñidos, pitidos y gemidos. La huella que deja la obra se hará inmediatamente perceptible en Aventuras, de Ligeti, y llegará claramente a Zappa.

A medida que Kagel se iba alejando de los mecanismos rigurosos de control no sólo apareció –Cage mediante– lo indeterminado sino lo performático. “Si muchos músicos de su tiempo, por ejemplo Stockhausen o Milton Babbit, cultivaban la imagen de compositores-científicos, Kagel parecía interpretar el papel de un científico loco, combinando sustancias cuyas reacciones no podían preverse y obteniendo como resultado creaciones frankensteinianas”, dice Björn Heile, autor del mejor libro sobre Kagel. Pero hay ciertas cualidades que unifican su obra mutante. Como ese resto que se deja ver y oír en todos sus experimentos (exploraciones fílmicas, performances, cuartetos de sierras musicales o de cuerdas). O el estilo, un dialecto personal que habla a través de diversas técnicas y soportes: todas las caras muestran el mismo refinamiento, un parecido sarcasmo.

En los sesenta Kagel empieza a pensar en la música como un hecho teatral en sí, siguiendo los impulsos de Stravinsky y el grupo Fluxus. Kagel quiere restituir el cuerpo en toda su dimensión, un cuerpo que la música absoluta había sustraído; para lograrlo, teatraliza las ejecuciones y utiliza la música dentro de un contexto teatral. La vida musical dentro del escenario se presenta como obra de arte (un elemento común a él y La Monte Young). Los instrumentistas se interpretan a sí mismos. Para hacer sus obras de Teatro Instrumental Kagel forma un grupo propio, el Kölner Ensemble für Neue Musik. Sonant es el punto de partida. Heterofonia, que ya tiene mayores peso y dimensiones, se sitúa entre Gruppen, de Stockhausen, y el Concierto para piano de Cage. La obra utiliza 42 instrumentos y empieza con una sección que en rigor es el proceso de afinación antes de tocar. Los instrumentistas realizan exageradas inflexiones microtonales antes de deslizarse por otro de los estamentos previos a la ejecución de la obra: la práctica de arpegios y escalas. Kagel busca demostrar de qué manera el contexto termina imponiendo un fuerte nivel de significación: aquello que pertenece al orden de la práctica, de la entrada en calor, Kagel lo transforma en obra. Pero él conoce la distancia entre la apropiación y la impostura. Puede ir del concepto a la maravillosa confección sonora de la Música para instrumentos renacentistas.

La curiosidad de ese Kagel ignorado al sur del sur lo llevaba a mirar más allá de las fronteras escolásticas. Tal vez fue a raíz de sus lecturas de Timothy Leary, el experimentador con el LSD, que llegó a componer Tremens, una pieza que desde el título alude al delirio, o a las formas de provocarlo. Kagel le pidió a un médico que le suministrara mescalina y LSD en un hospital, le pusiera música y grabara sus reacciones. Tremens¸ la obra, es una reconstrucción de esa experiencia con la participación de dos actores y un quinteto eléctrico. En el escenario se ve una cama de hospital, con una radio, un grabador y muchos discos al lado del paciente. Oculto detrás de las cortinas está el grupo (guitarra, bajo eléctrico, contrabajo, hammond y percusión). El médico, a su vez, le habla al paciente mediante un parlante colgado de una pared. El médico y el paciente conversan sobre música.

Kagel ve crecer la ola de la protesta en el 68 alemán y no se desentiende de su significado. Pero en su obra la política nunca aflora en clave realista. La pieza radiofónica Die Umkehrung Amerikas [El revés de América] es de 1976 y, si bien remite a la conquista española (un tema que Kagel volvería a tratar en Mare Nostrum, que en 2006 trajo a Buenos Aires), trasciende la mera reflexión histórica: componer en 1976 una obra en la que se mezclan diferentes textos, documentos sobre el genocidio y una enumeración de todas las maneras posibles de asesinar es algo más, se diría, que ofrecer un catálogo del horror en abstracto. Der Tribun (1979) incluye a un orador político, sonidos de marcha y parlantes. La pieza representa al potentado de un país no especificado ensayando el discurso que dará a su gente. La imaginaria reacción de las masas aparece en las cintas, lo mismo que las marchas militares. En los textos se superponen diversas fraseologías totalitarias. No debería tomarse como casualidad que Der Tribun fuera compuesta el año del mundial de fútbol en la Argentina, y que su versión de concierto sean las Diez marchas para malograr la victoria, una delirante suma de la fanfarria castrense que en 2006 Kagel dirigió en el Colón. En la película de Solnicki, vemos a Kagel, durante los ensayos, explicar a los intérpretes la diferencia entre la mofa episódica y la sustancia de una obra. Les pide que toquen lo más pianísimo posible, no sólo para poner en entredicho el género música militar, que siempre confunde los decibeles con el triunfo por venir, sino para crear una sonoridad y un gesto que trasciendan el chiste. Ludwig van: A Report (1970) es su mejor película (los kagelianos tempranos solían ir al Goethe a verla) y también una muestra de las alianzas que el autor establecía. Realizada para la televisión en el marco del bicentenario del nacimiento de Beethoven, cuando las generaciones alemanas de posguerra aún sienten vergüenza por los actos de sus padres durante el III Reich, contó con la colaboración de Joseph Beuys y Dieter Roth. Ludwig van fue un escándalo mediático, pero a Kagel le permitió, no sólo parodiar la recepción de Beethoven, sino reflexionar sobre la decadencia del ethos romántico. Al respecto, en La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo, Esteban Buch escribe: “Las alusiones al nazismo recorren la obra de un modo tan sistemático como las ironías sobre la fetichización de la técnica y la explotación del patrimonio, estrechamente asociados: el Frendenführer que guía a los visitantes de una Beethoven-Haus imaginaria presenta los inconfundibles rasgos de Hitler, pero de un Hitler que hubiera envejecido pacíficamente como guarda de un tesoro clásico tan descompuesto como los cadáveres de los campos de concentración. Y, cuando al final en la pantalla resuena la Oda a la alegría, no son todos los hombres los que son hermanos sino los animales de un jardín zoológico”.

Kagel siguió transformándose y siempre fue fiel a sí mismo, a su estilo, a las marcas que había impreso en la música contemporánea. Algunas de ellas quedaron en Buenos Aires en el invierno de 2006. Antes de despedirse de la ciudad, buscó obsesivamente la última novela de uno de sus autores preferidos, Juan José Saer: La grande.

 

 Lecturas. Esteban Buch, La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo (Barcelona, Acantilado, 2001); Carl Dahlhaus, Schoenberg and the New Music (Nueva York, Cambridge University Press, 1984); Björn Heile, The Music of Mauricio Kagel (Londres, Ashgate, 2006).

Escuchas. Mauricio Kagel, 1898 / Music for Renaissance Instruments (Deutsche Grammophon, 1999); Zwei Akte / Rrrrr… / Blue´s Blue (Audis Montaigne); SWR Vokalensemble Stuttgart, Kagel 1957-1967: Anagrama (Hanssler, 2001).

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