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Mejor que nadie quede en pie

TEATRO

 

Algunas impresiones de un espectáculo de la temporada de verano en Mar del Plata.

 

Han sido días de tormento familiar. Mi primo Estuardo dice: “Con perdón de la palabra, pero es un negro”. Mi cuñada Reina: “Esa cortina ya no sirve ni para mantel, dásela a los villeros”. Mi hermana Manuela: “Ni loca. Con los subsidios que reciben”. Mi hermano Bartolo me colma el oído de invectivas contra los corruptos, y yo de política prefiero no hablar porque si entramos en ese orden de intercambios las paredes terminan hechas un enchastre.

Así es la antesala de mi próxima visita a Mar del Plata, adonde viajo expresamente a ver teatro de revista. Las cosas que fuerza la voluntad de crónica. Fue para huir de la temporada veraniega que me vine a instalar a Buenos Aires hace un millón de años, sin saber que la revista era un fenómeno porteño (aunque, para el caso, el dato no influyó). En mi adolescencia, la culpa de todos los males los tenían La Feliz y su cultura de zarzuela trimestral. La capital, en cambio…

Mamá me compra la entrada una semana antes. Se va hasta la boletería del teatro donde hacen la revista de Barbieri –en ascenso desde la última semana por una Estrella de Mar– y, al ver que hay una cuadra de cola, camina cincuenta metros y saca entrada para la revista de Cherutti. Demasiado tarde para lamentarlo. Me creo en serio que la producción de Fantástica es mejor que la de El pueblo quiere gozar, y ahora que no voy a poder verla entro en una desazón incalculable. Como si importara. Lo realmente malo es haberme decidido a ver revista, desafiando sin recursos ni conciencia a todos mis fantasmas. No lo veía así hace unos días, pero ahora, ante la inminencia del espectáculo, la curiosidad y el fantaseo se convierten anticipadamente en decepción, en pánico.

La noche anterior sueño que voy al teatro con una escopeta (¡qué antigüedad, dios santo!) y, en el momento en que el público está por reventar de espasmos cómicos, empiezo a los tiros y dejo un tendal de sacos agujereados. Más que a la clase media racista, sexista, clasista y exitista en la que me crié y a la que le debo todo, le temo al contenido de sus chistes, donde centellea el fondo silencioso de la humana esclavitud. Yo mismo soy el centelleo. Si de esos chistes quise escapar hace…, uf, hace mil años, ahora me persiguen hasta en sueños.

La función no empieza porque el telón está trabado, dice una voz por el altoparlante: lo que pasa atrás se lo van a tener que imaginar. ¡Ahora están las chicas bailando!, dice, y el telón se zarandea. ¿Un guiño al desmontaje vanguardista de la representación? Qué va. Me acuerdo de un truco parecido que hacíamos con la cortina de la carpa en los sketches que inventábamos en las tardecitas playeras, ya cansados del agua y de correr sin parar por la orilla o por los médanos. Si la referencia no viene de la historia del teatro, por lo menos en espíritu es familiar a la revista, así que vale. Estos adultos del teatro de verano (la compañía de Cherutti, tal vez otras, el resto no) se divierten no como vanguardia sino como pendejos, y ahí se deja ver una genealogía probablemente más auténtica.

Yo también me río.

Entonces se levanta el telón y aparece a cinco metros de mi barba la escalinata que vi en las películas de Fred Astaire y Rita Hayworth o Ginger Rogers. La diferencia es que acá se hace más patente el símil (más evidentemente kitsch que el kitsch hollywoodense, matizado por la eficacia deportiva de los bailarines y el ajuste total de la maquinaria escénica).

Ocho ángeles de ambos sexos suben y bajan por la escalinata sin importarles la ley de gravedad. Vibro con la música almibarada, estridente y envolvente y el cielo estrellado de la ficción escénica me hace recordar cielos que nunca vi. Cae el telón. Por un costado aparece un cuerpo mole, achinado, claunesco, un adefesio con una banqueta en la mano que toma el centro de la escena. Se pone a caminar de un lado a otro, se detiene, mira hacia la platea, dice: “Pero esto es un geriátrico”.

La procacidad de Corona es la primera de las amenas vistas con que nos distrae el viaje agradable. Un viaje a las cascadas del infierno que termina en novedosos parajes, donde fuerzas increíbles nos libran al terror y la soledad. Corona es el diablo de la clase media, que fue a verlo esperanzada. ¡El diablo de la clase media! No queda nadie en pie. La gente en la platea llora o muere de risa pero presiente que, tarde o temprano, una frase cómica le atravesará el estómago como un espíritu del mal, hasta quemarle las vísceras. Eso es lo que veo en las caras de los demás espectadores, que dispersa y alternativamente quedan helados como estatuas. Y es lo que de un momento a otro también me va a tocar a mí. Hasta que de pronto, por efecto genuino de la sonrisa del poeta oral, el destrozo interno empiece a operar como cauterizador.

¿Dónde quedaron los chistes políticos que yo esperaba con resignación y espanto? (Y no porque adhiera al gobierno, cosa que no es cierta, pero tampoco falsa, sino porque la materia de esos chistes es la pasta base con que se conserva en su sopor el agarrotado corazón clasemediero.) Cherutti entra en escena travestido en Néstor Kirchner, con Iliana Calabró de presidenta. No es Cherutti, no hay más Cherutti, no hay un como Kirchner, sino Kirchner en persona. Está ahí. Llora como un escribano, se excita como un buscador de oro, clama como un pollo ante la picota, despotrica como una travesti vieja. Y suelta la puteada más larga de la historia. Una puteada que a mitad de la emisión empieza a desmembrarse, sin que por eso las palabras desaparezcan. Las palabras se contraen y friccionan, pero permanecen en la frase, dando, más que un ruido, un canto gutural.

¿Y este es el chiste político que yo temía? ¡Esto es deleuzeanismo puro! ¡Y yo que soy tan deleuzeano! Gilles en el corazón de la revista. ¿O será que, al fin y al cabo, soy otro trabajador intelectual antipopular? ¿Soy o no soy la mera epifanía de la clase media, su huesito caracú?

Los ángeles pasan en escena casi todo el espectáculo. Pasan solos, pasan con Iliana Calabró, pasan con Miguel Ángel Calabró, pasan con este, pasan con el otro. Hace rato que quedé prendado de la sonrisa del más rubio, y aunque cada tantas muda de vestuario y aparece vestido de susano, rezuma todas las gracias y aleluyas del cosmos. Lo miro enternecido. ¡Qué va! Lo miro enamorado. Esta fantasía es lo máximo y quiero que la noche dure y que Mar del Plata me haga soñar. Pero lo más interesante viene ahora: él ya hace un rato que también me mira a mí.

Uno que yo conozco (Omar Calicchio) esta vez guardó las plumas. Del esplendor transformista con el que lo vi imponerse hace siglos en las tablas de un teatrito de Corrientes (que olía a alcohol, a sexo y a desinfectante), ahora se entrega como Jano al relato de chistes con destellos de homofobia.

La materia de Corona es de otro tenor, aunque no sé explicar de qué se trata. De pronto, y por única vez, se pone serio para contar una anécdota que en realidad es otro de sus chistes. (No trato de reproducirlo porque no tengo la velocidad de reproducción capaz de hacerlo, y hasta es probable que esa velocidad no exista más que en Corona.) Cuestión que me río como loco. ¡Me río de un cuento en el que un personaje llamado Corona le pide a su violador, en pleno acto, que vuelva a apuntarle con el revólver, no sea que los demás piensen que es puto! ¿Qué tiene él que hace que no me resulte repelente, siendo –como creemos todos los hombres y mujeres de cultura antes de ir a verlo sobre tablas– la postal, el rostro, la encarnación y la hipóstasis de lo abyecto? (A ver si esto afina lo inexplicable: Corona es Rabelais, Corona es Chaucer, Corona es Apuleyo, Corona es Boccaccio, Corona es Petronio, Corona es el Marqués.)

María Martha Serra Lima se enfunda a la platea como una estrella entre las estrellas del bel canto. Ella sí que me alucina, con esa sonrisita tierna de masiva autoconsciente, con ese comedimiento en la comisura de los labios, con esos ojitos soñadores que expresan contraídos las veladas picardías del amor. Ella sí que sabe bajar la frente cuando busca seducir a su patrón sentimental. A ella la aplauden de pie, a ella le sacan fotos, a ella la ovacionan al salir. Es la mujer a la que todas las empresas y asociaciones de solidaridad homenajearían cada 8 de marzo.

Corona, en cambio, sale a la calle sin que lo atropellen. Adentro los espectadores lo aplaudieron a manos llenas y afuera mantienen la distancia, no sea que la máquina desestabilizadora los pulverice al simple contacto. Un audaz se acerca, y resulta que soy yo. No hay otro, ¿qué le voy a hacer? Temeroso como todos los que pierden el respeto, le pregunto: “¿Sería usted capaz de contar un chiste en el que un puto quedara bien parado?”. A lo que responde con su sonrisita sudada: “Mejor que nadie quede en pie, mejor que nadie quede en pie”.

Como establece la costumbre, al final del espectáculo cada uno hace su reverencia siguiendo una coreografía pautada por el escalafón: los ángeles primero, las vedettes menores después, luego las vedettes mayores, el capocómico secundario, el capocómico principal, la vedette estrella, la cantante estrella invitada, el dueño del circo. Pero yo no dejo de mirar al ángel de ricitos de oro, y el ángel, parado justo frente a mí, me está mirando desde aquel momento. (Sé que soy el más feliz del mundo hasta que baje el telón, y sé que después no voy a estar triste: la magia carece de exterioridad.) Entonces le guiño un ojo a mi ángel, que tiene la sonrisa más diamantina de la historia, y él, gentil como un astro, me guiña el ojo a mí.

Salgo. En la vereda el pueblo vitorea a sus reinas, a sus reyes. Calabró, que canta mal y mal que mal actúa, tiene algo irremplazable, un tono de chusma de barrio terriblemente encantador. Desde la ventanita cenital de un sedán atildado, reparte volantes como una vecina en pantuflas y conchero bajo el yin.

Con su millón de consumidores castigados y a la deriva, en la medianoche de un viernes de mediados de febrero la peatonal es tan melancólica y extraña que dan ganas de volverse a las casas caminando. En el panorama sobresalen los indumentos XL de los púberes hip-hop, se cruzan los escaparates fluorescentes de las tienditas de souvenirs, encandilan a los sensibles las miradas opacas de las parejas de jubilación razonable (arreglados, teñidos, obnubilados). Es la calle donde Mirtha Legrand conversa con el público sentada en un banco de elegante plástico hasta que un pibito le parte el cuello de un navajazo inigualable.

La clase acomodada evita lo diverso del centro marplatense por popular; la clase culta evita la revista popular por mediática. Son posiciones bastante complementarias. Gasalla sí porque es más fino o porque es arti, Cherutti no porque es chabacano o porque atonta. En la temporada marplatense que yo observo caminando de regreso a la casa de mis papis no hay blancos ni negros, como son de pintar las crónicas: hay colores saturados. Los colores del consumo bajo y repetido, de las costumbres fluidas y las cumbias callejeras donde mi sobrina Azul, cuerpecito tostado y carisma plebeyo de princesa real, baila sin miramientos.

Al fondo de la peatonal, la playa metalizada por la incidencia de las farolas públicas titila para unos pocos como el lugar donde se viven las noches más memorables. Eso es todo.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Entre medio, Avenida Corrientes, Buenos Aires.

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