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García por García

TEATRO

 

El teatro crudo de Rodrigo García y las crudas versiones de Emilio García Wehbi.

 

Que un autor hispano-argentino que inaugura con éxito una edición del Festival de Avignon con una obra titulada Cruda. Vuelta y vuelta. A punto. Chamuscada y con un elenco formado por quince pibes salidos de la murga sea desconocido en Buenos Aires es inaudito. Que La historia de Ronald, el payaso de McDonald’s –para quien escribe, una de las mejores obras que vio en su vida– se paseara por los escenarios de medio mundo menos por los argentinos es sorprendente. Que el único director de teatro que a estas alturas del partido aún provoca manifestaciones y amenazas de bomba contra sus montajes en Europa sea considerado en una urbe tan teatral un simple provocador es inquietante.

Las razones del poco interés de los puestistas argentinos en los textos de García –afincado en España desde hace más de veinticinco años– puede analizarse, en primer lugar, como un ejemplo más del habitual menosprecio al compatriota que triunfa fuera. La condición de “extranjero” atribuida a Rodrigo García –nacido en Buenos Aires, donde vivió sus primeros veintiún años– es producto de la ignorancia, porque si bien es cierto que escribió y montó la mayoría de obras en España, también lo es que el tema argentino siempre aparece de un modo u otro en sus afiladas diatribas. Cuando organizó su banda teatral la llamó La Carnicería Teatro. Cuando le pidieron una propuesta para un homenaje a Borges presentó una obra que es tanto una elegía como un tortazo. Cuando tiene un momento en escena aprovecha para recordar a los militares argentinos. Y la lista continúa.

Se podría argumentar también que este teatro provocador gusta al espectador europeo burgués porque le permite limpiar su sentimiento de culpa por las injusticias sociales sin mayor esfuerzo que aguantar una serie de improperios u olores desagradables. En Buenos Aires, entonces, podríamos pensar que las obras de García las representan todas las tardes esos niños que nadan entre escombros ante la indiferencia general. ¿Los escenarios? Más vale que estén limpios. Sin embargo, Rodrigo García piensa que el teatro no vale nada cuando la educación, la sanidad o el transporte público no funcionan. Quizás por eso Rodrigo García trabaja con personas, no con personajes. Su teatro sucede aquí y ahora, no en un espacio temporal indefinido. Para dejarlo claro es capaz de poner a trescientos espectadores a mover el escenario con una cuerda o a provocar una lluvia real de comida congelada sobre las atónitas cabezas de todos, público y actores.

Borges pensaba que los recuerdos que más nos emocionan son los de olores y gustos, porque suelen estar rodeados de abismos de olvido: hay que oler el mismo olor para recordar un olor, hay que sentir el mismo gusto para recordar un gusto (no ocurre así con imágenes y sonidos). En una de sus últimas propuestas estrenadas, Gólgota Picnic, Rodrigo cubre el escenario con una alfombra de seis mil panes de hamburguesa. Más allá del impacto estético inicial de la imagen, lo relevante es el polvo que va levantándose a medida que transcurre la obra y que los actores transitan por el espacio. Poco a poco, el olor, tan característico de un local de comida basura, se apodera de toda la atmósfera de la sala y acompaña al afortunado espectador mucho tiempo después de haber asistido a un ritual extraordinario, coronado con esa versión para pianoforte que interpreta Marino Formenti de Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz, de Joseph Haydn.

Los textos de García se pueden leer como lo que son, muy buena literatura: lúcidos ensayos sobre la vida contemporánea, manuales de activismo contra la ramplonería reinante, radicales consejos para educar a los hijos. La huella de Thomas Bernhard o de Céline está presente pero también la mala leche de un Ramón Valle Inclán. Rodrigo García muestra las cosas desde otros ángulos, menos usuales. “¿Es mala la prostitución infantil? –se pregunta–. Yo debo defender que es muy positiva, para la economía de los niños, etcétera. Tengo que argumentarlo, aunque no lo comparta. Eso hace rabiar al público. Y empieza el debate. Sabemos que muchos de los que enfurecen, tienen relaciones sexuales con menores. Pero enfurecen. Eso es interesante. Hablar de las cosas con simpleza. Y que la gente se asuste ante sus propias vergüenzas”.

El escritor Rodrigo desconfía de su propia escritura. Le gustaría hacer una obra sin textos pero no puede, necesita del anclaje de la palabra. Sin embargo, una vez anclada, la palabra es un elemento más en la escena. El director Rodrigo usa el cuerpo del actor como un lienzo y dibuja sobre él, como si fuera un Pollock de las tablas. Con agresividad, con violencia, con criterio. Un criterio que no significa sensatez sino confusión. Otra manera de plantearse los temas. Podemos decirlo, sin miedo: es un teatro incontestablemente político, que no ideológico. A diferencia de otras propuestas teatrales que presumen de su carácter apolítico, el teatro de Rodrigo García no agota su sentido en la inmediatez de la acción, en el aquí y el ahora de lo que se dice y lo que se hace. En sus obras la realidad aparece bajo una óptica diferente, descubriendo hechos y abriendo posibilidades que eran invisibles apenas un segundo antes, y que ahora quedan expuestos a la vista de todos.

Rodrigo García desconfía del teatro “bien hecho”, ve poco arte en esa perfección formal. En cambio, cuando la cosa está mal, cuando los ritmos no son los adecuados, los espacios incómodos para ver, la actuación poco teatral, la voz demasiado baja o demasiado alta o la luz pone a los actores verdes o amarillos, entonces tal vez es posible conseguir ese por lo general esquivo arte. No sorprende entonces que sea Emilio García Wehbi el que haya tomado el toro por los cuernos y se haya dejado la piel (no es una metáfora, en una función de Agamenón. Volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo Wehbi se fracturó la muñeca y desde entonces sale a escena con la mano enyesada) en unos montajes que han sacudido la, a ratos, demasiado cómoda escena porteña, donde es difícil, por ejemplo, ver a un actor sudar de verdad en el escenario. Mientras otros directores de su generación venden su alma al mejor postor de la calle Corrientes –creyendo ilusamente que dirigen “teatro comercial de arte”–, Wehbi apuesta por la utópica pero necesaria idea de hacer daño al público, de poner en escena esa realidad que fingen ignorar, de hacerles mirar lo que no quieren ver. Las muchas bolsas de basura que los actores vacían en el escenario en Agamenón no son solo una metáfora de las relaciones entre países sino, sobre todo, un gran bocado de realidad. Seguramente Wehbi piensa, como Romeo Castellucci –otro creador fundamental de lo que conocemos como teatro post-dramático–, en la necesidad de desarrollar estrategias para curvar la mirada del espectador, para que cuando mire al escenario, en realidad se mire a sí mismo.

Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta es el elocuente título de la primera propuesta de la trilogía de Rodrigo García. Partiendo de una discusión familiar sobre la mejor manera de gastar los ahorros, si un viaje a Disneylandia o un paseo por el Prado, la obra puede verse como una mordaz reflexión sobre las distintas maneras de educar a los hijos e incluye, a modo de cameo intelectual, la aparición del filósofo alemán Peter Sloterdijk, “porque es filósofo y porque está de moda”. La puesta de Wehbi también ancla al espectador al aquí y ahora, trasladando a sus carnes el desmesurado esfuerzo físico del actor, que expone su cuerpo a un derroche de energía acorde con el derroche de ideas que propone García. Quizás el único reparo sería el exceso de citas y referencias ajenas, capas de significado no del todo necesarias ante la potencia de lo que ya está en el texto de García. Sobresale en esta propuesta el brillante trabajo escenográfico, con esa montaña de libros sobre la que escala Wehbi para ser derribado a continuación por algunos de esos mismos ejemplares, en un gesto que los transforma en verdaderas armas de destrucción masiva.

No ocurre lo mismo en Agamenón, donde la mayoría de las citas y referencias provienen de otros textos de García e incluso ciertas estrategias de puesta en escena (la cocina, los olores a comida, los disfraces de payaso) son propias de la poética de los montajes del propio autor, que Wehbi parece conocer bien y de las que se apropia legítimamente. En Agamenón, además, Wehbi se acompaña en escena de un inconmensurable Pablo Seijo. Ambos se apoderan del escenario con una fuerza inusitada y construyen con los espectadores un ritual poético y político de insospechada belleza. Todo parece hecho a medida en esta puesta, incluso la cita de Godard que funciona como intervalo publicitario ideológico, que combina vandalismo intelectual con cariñosas palizas, comida basura con cielos estrellados, violencia y poesía, un festín teatral del que, en definitiva, debemos sentirnos orgullosos de haber participado.

 

Lecturas. Algunas ideas de este texto fueron inspiradas por la lectura de El teatro hoy: una tipología posible (México, Cuadernos de ensayo teatral Paso de Gato, 2011), un libro del director teatral francés Jean-Frédéric Chevallier. Ordenadas y seleccionadas por el propio autor, Cenizas escogidas (obras:1986-2009)(Valladolid, La Uña Rota, 2010) recoge los mejores textos de Rodrigo García. Emilio García Wehbi ha publicado recientemente Botella en un mensaje (Córdoba, Alción, 2012). Agamenón. Volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo y Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta, con dirección de Emilio García Wehbi, se presentan en el teatro Beckett.

Marc Caellas escribe y dirige obras de teatro en espacios no convencionales. Publicó Carcelona (Barcelona, Melusina, 2011). En Buenos Aires estrenó Entrevistas breves con escritores repulsivos (2011), adaptación de textos de David Foster Wallace interpretados por escritores, y El paseo de Robert Walser (2012), un paseo literario-teatral por las calles de Boedo. En Bogotá estrenó ¡Haberos quedado en casa, capullos! (2008) de Rodrigo García y Los críticos también lloran (2009), suerte de mesa redonda ficticia a partir de un texto de Roberto Bolaño.

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