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Rojo es negro

IDEAS

 

Políticas del color.

 

“Pieles rojas” es una expresión extraña. ¿Por qué no hay pieles blancas? Sabemos que realmente no hay seres negros o amarillos. La humana fábrica de colores ha sido muy imaginativa. Pero ¿por qué sólo en aquellos indios se hablaba de la piel?

Hace muchos años, un cacique indígena fue a Brasilia a negociar la entrega de tierras. Tuvo que pasar la noche a la intemperie y un grupo de jóvenes que regresaba de una fiesta le arrojó combustible y lo quemó vivo. Cuando los apresaron, los jóvenes intentaron justificarse: “creímos que era un mendigo”. Es decir, dijeron que habían realizado el acto criminal por desconocer que se trataba de un indígena y de un cacique. Ellos no habrían quemado a un ancestro. En Brasil, la sangre indígena es parte central del imaginario nacional.

También lo es, claro está, la sangre mulata, mezclada, la que encarna la mitología –por otra parte, muy cierta– de las relaciones intensas, carnales, que había en las fazendas entre la casagrande y la senzala. “Mulato” es otro término sorprendente: vuelve a postular la pretensión descriptiva sobre un contenido sanguíneo determinado, cuando es una categorización cultural de un hecho ambiguo.

Imaginemos un país repleto de mulatos donde no existe el término “mulato”. Ese país existe: hace más de dos siglos que se lo llama Estados Unidos de América. En el siglo xix hubo allí numerosos casos judiciales vinculados a la sangre: el hijo del dueño de esclavos con una esclava, ¿merece heredar las propiedades de su progenitor? La respuesta fue clara y contundente: de ninguna manera, puesto que al tener “una sola gota de sangre negra” la persona era necesariamente negra. “Gota de sangre” es una expresión todavía vigente en Estados Unidos, y esto se manifiesta en que los estadounidenses consideran que tienen un presidente negro, aunque para los brasileños sería sin duda un mulato. Pero como allá no hay mulatos, Obama no puede serlo.

La sangre, claro está, establece filiación, permite distinguir por ejemplo niños adoptados de hijos apropiados. En la sangre hay una verdad irreductible. Al mismo tiempo, la lengua, los dioses, los animales prohibidos, las pertenencias, la educación, la moral, no se transmiten en la sangre. Hay otras verdades igualmente irreductibles. Pero rojo/negro/blanco/ amarillo son hechos no sanguíneos cuya peculiaridad es pasar por lo contrario. Las personas son amarillas; no es que nosotros las veamos o las nombremos de ese modo. Un truquito, en efecto, pero de una potencia política imposible de exagerar. También las sangres pueden proyectarse y diseñarse para construir la nación. Los proyectos de blanqueamiento o de mestizaje, las soluciones finales, las limpiezas étnicas, los debates latinoamericanos sobre lo positivo o negativo de la miscegenación racial: la sangre imaginada como garantía de todas las herencias futuras de todas las condiciones humanas. Se trata, es decir, de los colores de piel, de los rasgos corporales implicados en la sangre como arena decisiva de luchas políticas.

Benetton parece un avance frente al nazismo. Por cierto, nada hay de sanguinario en imágenes tan estilizadas. Mientras tanto, no es idéntica la cantidad de muertos en un terremoto en el país de la primera independencia negra que en otros. Katrina arrasa Nueva Orleans, África continúa su desarrollo pujante. Mejor no preguntar por la coincidencia entre niveles de vida y colores de piel en el mundo del siglo XXI. Estadísticamente es pasmosa. También el valor de la vida humana es asombrosamente desigual entre diversos pigmentos.

Nosotros, en la patria, tenemos nuestras propias maquinaciones sanguíneas. País soñado, deseado, proyectado, diseñado como blanco. Un enclave austral de la península atlántica de Asia. Poblar el desierto: un país de inmigración para trasplantar a estas tierras la civilización. Sobre la barbarie –se indicaría hoy– arrojar suficiente glifosato. Después, sobre tierra arrasada, transfusión de una hemorragia planificada.

Argentino significaba porteño, porteño se consolidaba como blanco. El resto, si lo había, sólo podía ser civilizado o aniquilado. Ningún proyecto de miscegenación. Nada de mezclar sangres. Nuestro crisol es de unas razas inventadas por nosotros: la raza polaca, española, italiana y tantas otras, siempre de la península asiática.

No eran imposibles las pieles mestizas en la elite; lo que era imposible –aquí– era que se vieran como mestizas. Al ingresar en los círculos, al colocarse las vestimentas adecuadas, los mestizos se blanqueaban. No todos los blancos eran blancos, pero es así como funciona: las sangres son materiales sobre los cuales la historia, los conflictos, la política fabrican significaciones, clasificaciones y poderes. Allí lo cultural domina por sobre lo biológico. Un mezclado puede ser un puro. Los ciudadanos no tienen por qué ser buenos biólogos: ven desde matrices perceptivas, como les han enseñado a mirar. No aprecian los rasgos mezclados en algunos presidentes, en algunos miembros de la elite. Porque “blanco” no es una noción biológica. Es más sencillo: significa “uno de los nuestros”.

En estas tierras, menos aún es noción biológica el término “negro”, que paradójicamente condensa tanto las polisemias como las clausuras semióticas. Para horror de los hablantes de lenguas en las que “negro” sólo puede ser estigma, en Argentina puede ser invocado como categoría de afectividad. Desde cómo andás, negro hasta la negra Sosa hay una serie de usos que, en el país que se proclama sin negros, producen un efecto de cercanía. Tenemos tanto afecto por los negros que, en su ausencia, nos decimos así los unos a los otros, blanquitos todos. Esta serie convive con otra, la más conocida y discutida, vinculada al racismo constitutivo de la bombonera de los cabecitas negras. Los cabecitas: ¿masculino o femenino?

Negro de mierda, negro de alma, negrada: postulaciones de que algo se porta en la sangre incluso si las pieles no son negras. El alma está en la cabeza, la cabeza, en el cabello, el cabello, en la condición social.

Un dato etnográfico: el último 29 de abril yo iba hacia el centro a trabajar mientras se iniciaba un acto de la CGT. Entre los que llegaban en transporte público desde el Norte y el Oeste podía oírse: “a estos negros de mierda hay que matarlos a todos”. Poco ha cambiado. Quienes fantaseaban con la aniquilación, con lo bonito que sería este país si no tuviéramos que aguantarlos, iban convencidos de que esos cuerpos habitaban la 9 de Julio por un choripán. Es fácil constatar que muchos de los sindicatos que estaban allí reúnen afiliados que hoy tienen ingresos mayores que los de muchos de sus detractores. ¿Podría haber negros con más dinero que los blancos? Es absolutamente posible. Es más, ha habido y hay casos obvios. Mayor distribución de ingresos no garantiza mejor distribución de capitales simbólicos. Los nombres de la sangre tienen el poder de trascender la capacidad de consumo. Ahora es más fácil que salarios próximos a las cinco cifras acerquen a esas personas a un palco cegetista que cualquier motivo pobremente alimenticio. Pero es más sencillo trivializar, volviendo al tópico del asado con parqué, al inmerecido y malgastado regalo estatal, que politizar el antagonismo.

Sin embargo, los sanguíneamente nominados constituyen universos mutuamente incomprensibles, cuyas lógicas y motivaciones resultan de una ajenidad que ni siquiera se reconoce. Así fue en innumerables episodios del pasado, y la sangre parece perpetuar entre generaciones la herencia de un hiato de significación. El hiato no es ácido nucleico, es un significante sedimentado.

Nuestros negros, los cabeza, los de alma, no vinieron de África. Hay otros, sí, afro o mulatos, muy invisibilizados también. Y hay otros afro, más nuevos por aquí, recorriendo y reconociendo las calles de nuestras ciudades o las arenas de nuestras playas. Cuando el ojo entrenado en esta historia se posa en esos cuerpos, “negro” adquiere otro sentido. O “negra”, un término cargado de fantasías eróticas en los imaginarios raciales locales.

Hoy los otros negros, los de pelo negro, los pobres aun cuando ganen sueldos altos, los trabajadores, los que no caminan por Las Cañitas o Soho, tienen otras ascendencias, casi siempre mezcladas, que algunos quisieron extirpar sin poder hacerlo nunca. El hiato de significación entre esos mundos es una frontera de la conmensurabilidad que nos constituye como país escindido.

Hace ya muchos años, Norbert Elias publicó uno de sus libros más desconocidos en estas tierras, originalmente titulado The Established and the Outsiders (Los establecidos y los intrusos). En su posfacio a la edición alemana, Elias analizó la novela To Kill a Mockingbird (Matar a un ruiseñor), de la escritora estadounidense Harper Lee. En la ciudad de Maycomb, Alabama, un joven afroamericano es acusado de intentar un acercamiento sexual a una joven blanca, cuando en los hechos ha sucedido lo opuesto. El joven inocente es muerto a tiros cuando supuestamente intenta huir después de ser condenado. Elias se pregunta cómo un grupo de personas, en una sociedad moderna y democrática, puede convivir con la muerte de un inocente. Para los que habían condenado a ese joven, la sola sospecha de que un hombre negro pudiera tener relaciones, con o sin consentimiento, con una mujer blanca, bastaba para considerarlo culpable. Culpable de amenazar el último de los privilegios de los hombres blancos en esa región del planeta: el monopolio del acceso a las mujeres blancas. Desde el punto de vista de los blancos, renunciar a ese privilegio ponía en crisis cualquier otro elemento de diferenciación. Entre los jueces y el enjuiciado ya no existían las diferencias económicas de antes. Pero justamente ese hecho reforzaba la necesidad de trabajar sobre el orgullo blanco. Este punto, en realidad, es más ampliamente trabajado en la extraordinaria introducción a aquel libro, en el que Elias postula que la desigualdad entre los seres humanos nunca puede adjudicarse a la posesión monopólica de bienes no humanos, como los medios de producción o los medios de coerción. Por eso mismo, el libro en su conjunto analiza una pequeña ciudad inglesa en la cual hay dos grupos humanos, los establecidos y los outsiders, entre los cuales no existen diferencias de nacionalidad, raza o clase. La única diferencia es que unos son moradores más antiguos de la ciudad y los otros, más nuevos. Pero es una diferencia derivada de una distinción política, en el sentido de que los más antiguos, al estar más cohesionados, tienen la capacidad de producir clasificaciones para garantizarse a sí mismos el monopolio de las instituciones sociales y políticas de la localidad. Al excluir a los otros y estigmatizarlos, se concentran entre los outsiders todos los procesos característicos de lo que la sociología llamaba la “anomia social”: violencia, delito, fracaso escolar, alcoholismo.

En otras palabras, Elias muestra que no existen sociedades sin desigualdad y que el origen de esta no debe buscarse en motivos objetivos, como el origen racial, étnico o de clase, sino en los modos peculiares en que se estructuran las interrelaciones sociales en procesos históricos. Así tenemos una teoría política (micro y macropolítica) sobre la desigualdad social.

Es decir, los imaginarios sociales y las clasificaciones que los seres humanos hacen de los grupos que forman sus sociedades no son reflejo de un lugar otro (la base económica, los tipos biológicos o lo que fuere). Son ellos mismos el resultado y la fábrica de excedentes de poder que tienden a estructurar las relaciones sociales hasta el punto de que después sólo podamos ver esas tipificaciones como si fueran una realidad exterior a nosotros.

Por esta razón podremos ver a un mulato como si fuese negro, a un mestizo como si fuese blanco o cabecita, y podremos blanquear, indigenizar y ennegrecer en función de cómo se hayan configurado nuestras categorías de percepción. Stuart Hall narró cómo llegó a percibir que en sus interacciones inglesas era negro y cómo entristeció el relato a su familia jamaiquina, espacio cultural en el cual el término tenía otras connotaciones. Al transitar entre configuraciones culturales se descubre lo contingentes que son todas las clasificaciones que nos resultan en sí tan evidentes.

 

Imagen [en la edición impresa]. Anish Kapoor, Svayambh (2007), detalle.

Lecturas. Harper Lee, To Kill a Mockingbird (Nueva York, Harper Collins, 1960); Norbert Elias y John L. Scotson, The Established and the Outsiders (Dublín, University College Dublin Press, 2008).

1 Sep, 2011
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