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Ortiz, Padeletti, Carrera y otros: hacia la inmensidad por el ritmo y la atención a lo ínfimo.
El espacio. Pocos asuntos aturden tanto al poeta en busca de verdad literal (diría Paul Celan), esa veracidad hecha de palabras. Porque escribir breve o extenso, producir textos prolijos o concisos, suele serle propuesto como una suerte de tatuaje, aquello que marca, tal vez de forma duradera, al que escribe. ¿Un estigma? Al menos la huella de un fuego arañando el cuero, una griffe que denota el perfume, un escapulario, un sambenito. Todos son sellos; por sí solos distinguen, singularizan. Pero a todo poeta le intimida ser encuadrado en un espacio de opinión ajena: intuye que un poema no dicho es siempre un espacio vacío, un trozo eventual de vacío, y que en esa inmensidad ignota ha de construir senderos de piedritas por los que discurrir sin desbarrancarse.
Sin embargo, en materia de poesía, apenas relacionamos lo grande y lo pequeño se cuela una serie de confusiones encadenadas. Por de pronto, lo grande se solapa con lo extenso, mientras lo pequeño habría que decirlo brevemente. Luego suponen que lo extenso sólo se escribe dentro del paradigma (o sea: desde la oficialidad de una posición correcta) y que lo breve acampa en los suburbios del sistema (donde la subversión colinda a veces con la insignificancia). Finalmente, lo grande (que se había vuelto extenso) se dice con una voz gruesa que se engola; mientras que lo pequeño (que ya fuera reducido a la brevedad) incita a un casi bisbiseo. No siempre estos sentimientos floculan en opiniones explícitas, pero circulan como prenociones tenaces, tomando a veces rasgos de evidencia. ¿Se trata de algo cierto, exagerado? Veamos sus argumentos por partes.
– A mayor adherencia social de una estructura discursiva, más globalizador se vuelve el carácter de ciertas escrituras. La novela constituiría el prototipo moderno de dicha totalización, nutrida por cierto en el reservorio de poesías igualmente enardecidas con el influjo potencial de sus dotes expresivas. Algunos poetas se han sentido en confianza al punto de autorizarse a leer, en nombre de todos y con tono ceremonial acompasado, el libro abierto de la unanimidad (ciudadana, nacional, universal) plasmada en obras cuya grandeza empardaría con su extensión. Al legarnos su Canto general, Pablo Neruda resume el destino de los pueblos en el suyo, protagonista de historias convertidas por él en Historia. Leónidas Lamborghini solía aceptar igualmente la presión que la historia ejerce sobre la escritura. Su ciclo El solicitante descolocado (1955-1970) desmontó voces populares para crear nuevos lenguajes. Con nudas armas poéticas solicitaba que las tragedias argentinas del período no retornasen cual paródico fantasma. Hoy piensa que eso es acaso lo que ocurrió. Lo sugieren textos suyos recientes, como La risa canalla (2005).
– Por contra, a mayor desconfianza en los discursos totalizadores, mayor quiebre de la posibilidad de cantar íntegramente la realidad acontecida. Es el caso de una poesía como la de Rodolfo Fogwill. Crece en ella la autoironía ante la imposibilidad de evadirse de la tibia luz azul de la pecera paradigmática (Lo dado, 2001). En otro libro reflexiona: A lo denigrado. // A lo que no se puede. // A lo que se desprecia. // A lo que nunca se quisiera querer. // A lo que viene desde allí, el todo, el mundo. // Bah, de vaya, bah de uno mismo (Últimos movimientos, 2004). Cunde la desesperanza de interpretar (en el sentido de George Steiner) una palabra que pudiera considerarse útil: salvo que útil sea actuar como pájaro agorero, mensajero de un futuro que podría ser incluso más aciago que el presente. De todo ello daba impactante testimonio Los pichiciegos. Este ejemplo maduro de poesía argentina abona la idea de que hoy día muchos poetas se alejan de las grandes avenidas, transitando senderos en apariencia más modestos: escrituras corrosivas, paradójicas, irónicas o desapegadas. En todos los casos, breves escrituras de lo breve.
Ahora bien, ¿basta con eso en materia de grandeza en el poema? No todo es falso en una opinión, bromeaba Borges citando (falsamente) a Plinio el Viejo: algo de verdad habrá en aquello que más de uno señala. Pero en la alternativa citada es mejor eludir, por innecesaria, la opción entre una escritura que de optimista se tornaría copiosa (y a veces pretenciosa), contra otra exigua (y algo intimidada) a fuerza de desilusión. Sólo mal leída la escritura de lo breve de Fogwill podría entenderse como triste o nihilista. Por otra parte, además de concisiones, el desencanto puede provocar textos largos. Mientras la autoconfianza de Occidente caía a mínimos, no sólo seguían floreciendo vastos cantos optimistas (Vicente Huidobro, así como aquel otro, creído por Jiménez gran poeta malo, además de Ernesto Cardenal y del bienintencionado Gabriel Celaya), sino que menudearon poemas largos tomados como dubitativos, melancólicos y hasta sombríos. Como simple imagen veloz de la situación, recordemos al pasar que a La tierra baldía de Thomas S. Eliot suelen tenerla por expresión de la perplejidad del siglo XX ante su propia impotencia, sentimiento que los Cantos pisanos de Ezra Pound condujeron a una verdadera eclosión de lo arcaico: su notable poesía nos llega envuelta en los ropajes anacrónicos de lo exótico y lo reaccionario. Otro flash: poeta de las civilizaciones, Saint-John Perse escribe en Anábasis la crónica del mundo de su época. Se trata de una narración hecha con precisión documental y perspicacia poética, pero sin ocultar lo central: el hombre es un ser que vive en el exilio. El Gualeguay, de Juan L. Ortiz, puede completar este elenco urgente de poemas que cantan épocas de brumas, pocas vistas y completa intemperie, pero siguen hablando largo, muy largo.
La lista precedente atestigua que, en materia de poesía, la extensión no depende del carácter personal o de la inminencia de una revolución. Lo que Occidente gusta llamar minimalismo, refiriéndose menos al haiku (salvo por error) que al aforismo, constituye ciertamente un repliegue con respecto al canto extenso. Pero las prédicas minimalistas a veces confunden una parte del problema de la poesía (su extensión y su métrica) con el fondo que la constituye (el tono de una experiencia que, por instinto, busca un espacio acogedor en que apalabrarse). Porque el asunto crucial de una obra poética no reside en su extensión, sino en saber encontrar el lugar que le corresponde, o sea, la escala precisa en que hacer oscilar temas, tonos, extensiones, métricas. Pequeño/grande no se refieren apenas a la longitud, sino a la relación entre el microcentro de una experiencia y cierta vastedad con la que se intenta conectar, sin saber muchas veces qué nombre ponerle.
De variadas formas lo ilustran algunos poetas contemporáneos. Su obra impide que la poesía caiga en la trampa de la equiparación entre forma extensa (canto, cantar, cantata) e ideología (del socialismo, del cristianismo, de la patria o cualquier otra impostación). Algunos autores en curso ofrecen obra que sin duda seccionan en libros, pero en la que el protagonista es el lenguaje, solo, desgranado de a poco en poemas. Es como si el poeta nunca diera por acabada la corriente que impulsa la totalidad de su poesía y sus libros constituyeran estaciones (climas, paradas) de un texto que no deja de fluir, insaciable.
Tras mencionar al entrerriano Ortiz, ¿por qué no celebrar al rosarino Hugo Padeletti? Su Obra reunida, por ahora en tres tomos, ilustra el estro poético de un viejo ocupado en cantar siempre la misma canción (aquí y más adelante uso sus palabras). Sin duda entre Parlamentos del viento (1990) y El andariego (2007) se producen desplazamientos de ritmo, como en un paseo, y hasta de ámbitos geográficos, como en un viaje prolongado. A lo largo de su obra, la India se encabalga con Occidente y el zen con tradiciones cristianas. Pero conviene no confundirse: son camalotes flotando en las aguas densas de una escritura muy tramada, que exige la atención persistente del lector. A este se le pide menos entender ideas que abarcar con la vista un espacio muy vasto. Igual que en un tapiz, el lenguaje va tomando forma mediante el (h)uso experto de su pluma. Debajo de la superficie temática, lo que trama Padeletti es lo visual, transacciones continuas en trazos que armonizan lo pequeño y lo grande, hasta urdir el artificio de una nueva percepción y hacérnosla verosímil y bella. Poeta de la imagen, Padeletti hace explotar el espacio, como ilustra entre muchos su poema “Fábula”. El poeta descerraja la minúscula y amurallada percepción de nuestra vista, hasta que nace el impulso de volar: hasta que en mí la abeja, despertándose, deja atrás colmenares, praderas, conceptos, referencias y se pierde en el mar. Este es, a la vez, superficie de mareas de sentido, profundidad abisal del sumergido / pensamiento y en fin vuelo de ojos imperfectos: malos espíritus en vuelo (precisa en “Soy el vendedor de abanicos”), pero a la par aclarados, dilatados, en una esfera de luz inabarcable (negra, anota en otro poema), extensión de unos ojos que saltan cielo arriba, sin dejar de advertir lo oscuro y hondo de su abismo. Tanta luz provoca ese prodigio silencioso que es la aireada poesía de Padeletti: hasta su casi desaparición, atenúa los límites de su magra percepción insectil (o de aquel pescadito en la pecera fogwilliana), sin dejar de escrutar con ojos minúsculos de animalejo, ya humanizados en la percepción y de pronto sobrehumanizados a fuerza de poesía.
Lo diminuto se hace gigantesco en la obra de otro gran poeta, Arturo Carrera. Breve y menudo es sin duda el tema de la mayoría de sus libros: desde Arturo y yo (1983) y Children’s Corner (1989), hasta El vespertillo de las parcas (1997), Tratado de las sensaciones (2002) y Potlatch (2004), llegando que yo sepa a La inocencia (2006). Su obra va de niños que casi no vemos pasar. A ese tema el poeta armoniza obediente su lengua (como en Padeletti, el tema como un velo recubre la trama, red que liga de verdad los puntos del tejido).Y los versos se le vuelven minúsculos (una escritura-niño, opinó, si no me equivoco, Roberto Echavarren), leves, casuales, hechos casi de hilachas sonoras que una brisa arrincona en el lugar de los reclames, de las canciones silenciosas: Carrera nos hace comprender que niñez es sinónimo de no hablar. La infancia: ese sí de los niños, generoso (en su no elegir) e inocente (en su no delatar lo que unos ojo-niños miran espantados). Al mismo tiempo, al ser uno y mismo el tema, al ser intensa y constante la respiración compositiva, de pronto de la máquina Singer materna le surge al tejido un ruedo que lo orilla y dibuja un pespunte de nunca acabar. Carrera va narrando su experiencia: como destrucción de ella misma y como azarosa reconstrucción en un nuevo lenguaje, artificiosamente inocente. De todos esos restos de lecturas, cosas oídas al pasar, cabos sueltos, fragmentaciones y espacios dejados en blanco a cada página, el resultado es un collage juicioso que manos expertas de niño pega-pegan antes de que intervenga ordenancista la razón. De breve en breve, Carrera escribe largo, capítulo a capítulo, su Canto general de la infancia. Llega a ser su poesía un extenso cantar –un cantarlo todo– compuesto por un número elevado de breves canciones que, a poco que uno se distraiga, parecen no decir ni pío. Como un hilo musical embrujador o un zumbar de moscas bajo el emparrado, en el patio trasero de los grandes asuntos del mundo. Claro que subvirtiendo al mismísimo universo, como al darse vuelta un bolsillo caen bolitas brillantes de placidez y de crueldad y de mayor inocencia, que ya intuíamos como cri-cri de eventuales cigarras. Más allá de su tema, el asunto de la poesía de Carrera es su modo de medir (y luego atravesar) la distancia que une esos diminutos ojos infantiles a la inmensidad de un mundo exterior hecho pampa, silencio y recuerdos a partes vividos, escuchados, soñados y finalmente escritos (y a la vez los separa de ella). Distancia entre preguntas y respuestas que no llegan, o que lo hacen demasiado tarde, o que están seriamente interferidas por las versiones de los grandes (¿por qué no están mis padres?; ¿quiénes son esas tías y abuelos y primas?). Abismo infranqueable entre el sí y el no, que luchan sin éxito por acercarse. Espiral que se abre y no cierra entre la micropolítica de las sensaciones y el sistema saturado del mundo. La poesía de Carrera se presenta como una meditación sobre el espacio y, por inevitable consecuencia, como una observación del vacío apenas interrumpido por vacilantes huellas de pasitos. Oportunos titubeos de la voz del poeta, forma sutil de expresar que lo vivible a veces coincide con lo inexplicable y que es eso lo que hay que cantar.
Cada uno a su manera, Padeletti y Carrera discuten los falsos determinismos del espacio. La búsqueda del tono justo de Walt Whitman consiste para ellos, precisamente, en adecuar el porte de su barco de papel al calado de la experiencia que, como un río, como un riesgo, intentan recorrer. Con tesón van buscando alter(n)ar su grande y su pequeño. Alterar lo mismo para alcanzar lo otro. Lo consiguen utilizando el tamaño requerido del enunciado (en realidad el enunciado es buscado por ellos, resueltamente asediado, codiciado) como otra evocación literal de lo que intentan transmitir (si lo encuentran, y ya que lo encuentran). Grande y pequeño son para ellos formas de puntuar el tempo de un único discurso, o bien polos (provisorios, semovientes) entre los que van acomodando los dobleces de una estable dicción.
Porque, vista la poesía desde la poesía, el ámbito decisivo de su experiencia es (en tropo de uno y otro) una elipse, abierta y sin retorno, en que lo enorme y lo diminuto –para entendernos: el narrador y el cosmos; o el trazo y el horizonte–, si se perciben separados, es únicamente por efecto del encadenamiento del sujeto a imágenes que lo atraviesan pero que en el momento de creerlas propias ipso facto se le paralizan, espléndidas mariposas que pretendemos eternizar abrochándolas contra la pared con alfileres. Si el poeta comete el desatino de reivindicarse a sí mismo como protagonista de las (grandes) palabras que usa (acribilla vidas para que no se le escapen), inevitablemente estará predicando (anunciando) la nimiedad lingüística que a la larga su actitud convoca.
Cuando, en cambio, busca resolver esa dicotomía (disolviéndose en un torrente de palabras que no tiene propietario), se hace capaz de abrazar la inmensidad del horizonte con su canto. Alarga el poeta menudos bracitos, tan ambiciosos como incompetentes. Si su proceder tiene algo de tiernamente ridículo es porque al principio no advierte que lo inmenso ya lo llevaba adentro: algo interior que al parecer lo quema y quiere arrancar de sí mismo, arrancándose de sí mismo diría Michel Foucault, haciéndolo palabra. Pero ocurre que eso de dentro ya se le expande solo, como chispazos por todo el horizonte perceptible, sin él saber cómo ni cuándo. El poeta es, por esto, un andariego que oscila entre la turbulenta nanointimidad de su biografía y las más vastas amplitudes apolíneas que, ignorándolo todo sobre el velo de maya, entusiasta persiste en querer alcanzar.
Grande/pequeño son, así, el yin/yang de las mejores escrituras de poesía. Viajero espacial ad honorem, el poeta tiende puentes palabreros, echa la red (vuelve a decir Celan) que el lector ve indeciso vaciarse, o que rellena con sus propias indecisiones, como quien comparte una ignorancia y decide apiadarse de sí mismo: la poesía se llena así de compasión (por prueba las de Carrera y Padeletti) y se vuelve entrañable. Pero poeta es también el que en redes dudosas es capaz de montar su oficina de araña: con hilos delgados conecta lugares diferentes de un único espacio, poroso y en el fondo imposible de acotar. Como una sola tela va urdiendo sus variados poemas, a veces cortos, a veces kilométricos, colgándolos del encofrado endeble de su fantasía.
Imágenes [en la edición impresa]. Sebastián Gordín, Avon Fantasy reader # 8 (2008), lámina de madera sobre MDF moldeado, 20 x 26 cm, p. 47; Terror At Night (2006), lámina de madera sobre MDF moldeado, p. 48.
Lecturas. El gran poeta malo al que alude Juan Ramón J. es Pablo Neruda. La afirmación de Roberto Echavarren figura en la presentación de Children’s Corner, de Arturo Carrera. Para las citas de Hugo Padeletti, ver su Obra reunida. Las de Paul Celan proceden de su Discurso de Bremen, 1958. Un poeta gana espacio con el tiempo: esta fértil idea se deduce de la obra del japonés Dôgen Zenji y de la de Jacques Lacan, aunque ellos la refieren más ampliamente, como dicen, al uso vivo, verdadero, de la palabra: es ella la que amplifica el espacio disponible prefigurando, por el contraste de su eco, la inmensidad del vacío insinuado al comienzo del artículo.
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