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El divertimento contemporáneo de reescribir (recrear, transpolar) a Mark Twain nos fue en buena medida predestinado por el propio Sam Clemens. Es decir: Samuel Langhorne Clemens, alias Mark Twain. Dungeon Master de partidas, pastiches y pólderes —dominios ganados al mar— como el Diario de Eva; como Un yanqui en la corte del Rey Arturo (especie de lectura performática de las recopilaciones medievales de Thomas Morley); como A Double Barreled Detective Story (donde Sherlock Holmes —como el Huck Finn del último Robert Coover— va al Oeste); como los recuerdos personales de Juana de Arco; como el Extracto de la visita al cielo del Capitán Stormfield. Este último, de hecho, es una suerte de paroxismo del yeite, inspirador, por ejemplo, del Riverworld infernal y pulp de Philip José Farmer (donde Twain, en cuerpo y alma, funge de Caronte).
En esta serie u ostinato giocoso (juguetón) viene a inscribirse otro upgrade, póstumo y probablemente inconcluso: 1002, un cuento oriental (1002nd Arabian Night), en el que Twain, respaldado por la comitiva de safaristas de las Noches (de Poe a John Barth) idea una continuación y un corolario dentro de otra recopilación medieval, practicada en este caso por los árabes, sobre un relente de fábulas indias, persas, iraquíes y egipcias. La operación de Poe es quizás a la que más debe la de Twain: aquel añade una maravilla (el octavo viaje de Simbad, como también lo hará Millhauser) y un cerrojo a la serie infinita que postula la cifra. Impone Aristóteles a Vishnu. Y que el signo de esa conclusión sea inverso al de Twain invita a pensar que Twain procedió desde Poe. Pero no es sino parte de un ciclo de regeneraciones que asiste a la naturaleza misma de eso que acaso no existe cuando se trata de las Mil y una noches: un original. Los mismos traductores occidentales de la edición árabe canónica (que son todos personajes de Borges) prefiguran ya el divertimento. Con Antoine Galland (su Vespucci) adulterándolas de arranque con relatos hoy inseparables como los de Aladino o Alí Babá. O con el doctor Mardrus imbuyendo —medio siglo después de la noche 1002 de Poe— el happy ending que tanto hemos leído, los argentinos, en la tronchante traducción de Blasco Ibáñez.
Nada, por otra parte, que no reproduzca la génesis misma del objeto en cuestión, al que los persas preislámicos (sobre la reescritura india de un errabundo repertorio asiático oriental) incorporaron genios y libre albedrío, y sobre estos los musulmanes iraquíes las travesías de Bagdad junto a las leyendas babilónicas, y sobre estas los musulmanes egipcios talismanes y poemas, y sobre estos algún judío islamizado de El Cairo episodios bíblicos, y así.
¿Qué trazo superpone entonces Mark Twain al palimpsesto, además del típico clavel del aire de todo vigor satírico? Si bien es cierto que Twain elabora una anécdota a partir de uno de sus tropos predilectos —la sustitución de identidades (y de niños) que suponga la puesta en crisis de algún marco de convenciones o de determinismo cultural (como puede serlo la extracción de clase en El príncipe y el mendigo, o la raza en Pudd’nhead Wilson, o bien en esta, su noche árabe, el género: Fátima, el hijo del Sultán, Selim, la hija del Visir)—, lo que parece haber acicateado a Twain (más allá incluso de los juegos clásicos de suma cero de las profecías) es la resolución de otro de sus juegos literarios íntimos: imaginar una última narración de Scheherezade, que por última, por encontrarse ya sus reservas agotadas y el alfanje desenvainado, se viera forzada a diferirse infinitamente, estirándose como se estira una tapadera, acumulando barquinazos (exageraciones, inverosimilitudes, inconsistencias, palabras sin sentido) y a pesar de ello, reteniendo la atención del Sultán, y por extensión, la del despiadado lector. Un artefacto irónico de alta sofisticación, de precedencia posmoderna, donde las 128 ilustraciones previstas por Twain para acompañarlo, hoy perdidas, abonan la sospecha de que el proyecto original acaso aspiraba a ser mucho más extenso (esta bella edición traducida por Camilo Perdomo e ilustrada por Nacha Vollenweider, por ejemplo, gradúa tres).
El final abrupto, casi sinóptico, por lo demás, bien puede condensar un gesto de disuasión, es cierto. Pero hay razones anímicas más allá de las técnicas: sus editores —Charles Webster and Company—, al contrario que Twain, no vivían asediados por esa pregunta que sólo anida en el futuro: ¿qué más es la literatura?
Mark Twain, 1002, un cuento oriental, traducción de Camilo Perdomo, ilustraciones de Nacha Vollenweider, Caballo Negro, 2025, 106 págs.
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