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Aligerada de sofocantes restricciones industriales, la historieta del siglo XXI transita su propia e incierta geografía en tiempos del fanzine-devenido-novela-gráfica: no por nada el tan intrépido como taciturno protagonista de Arsène Schrauwen desanda la senda colonialista desde su Bélgica natal para encontrarse con el levantamiento de la utópica Freedom Town, que es también el continente libertario en el que Olivier Schrauwen (Brujas, 1977) erige su temprana obra maestra.
La premisa ya basta para el zamarreo: el autor y narrador —que mantendrá su voz en off en un parco y descriptivo on hasta el final— se dispone a evocar la estadía de su abuelo Arsène en la conradiana Colonia, pero lo que parece el último hálito del extenuado reinado autobiográfico —todo sucede entre los verosímiles años de 1947 y 1949— se transforma en un abrir y cerrar de camarote en fábula ensimismada. La historia suena vieja pero todo es nuevo: el desprevenido y discreto y adicto al cigarrillo Arsène —cuya peripecia facial será pasar de la clean face a la barba y al bigote y luego de vuelta al afeitado— arriba a tierras tropicales para instalarse en la mansión de su primo Roger Desmet, fantoche megalómano que planea construir una ciudad de futurismo arquitectónico con asistencia de un descreído financista. Al mencionar la libertad que ha ido a buscar a ese mundo distorsionado, Arsène le inspira a Desmet el nombre de Freedom Town, y así se delinea el conflicto entre el fluir vital del recién llegado y la “libertad” de un mundo-maqueta diseñado para aplastar con su afán totalizador (¿por qué no símil del tironeo entre sustancia-cómic y estructura-libro que da forma a Arsène Schrauwen?). Arsène sólo piensa en Marieke, la evasiva mujer de su primo, mientras medita recluido en un bungaló que le prestan sus anfitriones supervisado por un niño misterioso, sin saber que el peso del proyecto urbanístico caerá en breve sobre él.
En sus trabajos previos (Mi pequeño, El hombre que se dejó crecer la barba y Mowgli en el espejo, editado en la Argentina en estos días por Wai Comics), Schrauwen había dado muestras de una síntesis inquieta capaz de absorberlo todo (del arte medieval al decadentismo, de Winsor McCay al último historietista hipster) y reformularlo en sus contemporáneos términos. En Arsène Schrauwen la patada al tablero se cumple al nivel de la proeza, aunque el gran golpe de su epopeya alucinada no es más que el despliegue camuflado de un rabioso clasicismo (emparentado a las recientes y equivalentes exploraciones insulares de New School de Dash Shaw y Grandes preguntas de Anders Nilsen). Los recursos lúdicos de herencia vanguardista —el extrañamiento perpetuo, la puesta en abismo, los juegos visuales, los trazos esquemáticos, el uso de dos colores (rojo y azul), los textos mal delineados de pastiche punk, el absurdo surrealista, el op-art lisérgico— son la maquinaria manierista que adorna la imaginación descolonizada de Schrauwen, fuente primaria —puro virtuosismo de sofisticado buen salvaje— que devuelve la magia a los devaluados terrenos de la aventura, la invención y el encantamiento. Schrauwen abuelo y nieto —especímenes exóticos de páramo temático— convierten el infierno en un paraíso de sentido al abrir una dimensión animista que estuvo siempre allí: sólo había que atravesar un umbral para invocarla.
Olivier Schrauwen, Arsène Schrauwen, traducción de César Sánchez y Alberto García Marcos, Fulgencio Pimentel, 2017, 256 págs.
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