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El cielo de los animales

David James Poissant

OTRAS LITERATURAS

En un capítulo de Los Simpson, un cuarteto coral ya extinto que tuvo su momento de fama, Los Borbotones, se vuelve a juntar y toca en la terraza del bar de Moe. En la calle se arma un revuelo nostálgico. En eso frena una limusina, se baja la ventanilla y George Harrison dice: “Esto ya lo vi”. Y es cierto: eso ya se vio.

Algo parecido ocurre al principio con El cielo de los animales, el primer libro de David James Poissant, cuya aparición sacudió bastante el escenario literario de Estados Unidos. A medida que pasan los cuentos, uno siente que eso ya se leyó. Y, sin embargo, la experiencia sigue siendo extremadamente gratificante.

Poissant retoma el cuento moderno norteamericano realista: personajes sombríos, inútiles, adictos, torpes, incapaces. Y los hace actuar en construcciones gramaticales sencillas, frases cortas, emociones controladas, objetivismo puro para que el lector sea el que aguante todos los golpes. La apuesta es arriesgada. Cualquiera se ha chocado con tantos falsos Cheevers o Carvers que se siente vacunado contra esos intentos en los que a veces nada pasa ni explota. Livianas generaciones han intentado navegar por allí y han muerto como espermatozoides. Pero algunos pocos logran fecundar el género y mostrar que aún puede hacerse vida con él. Es el caso de Poissant.

Por El cielo de los animales desfilan pésimos padres, ineficientes maridos, abúlicos divorciados, un matrimonio que ha perdido a su única hija, hermanos adultos que ya no saben ser compinches como en la infancia, una pareja joven que vive en un refugio bajo tierra, un padre que sufre porque le acaban de informar que su hijo es superdotado. Y desfilan animales, claro, como correlatos a veces demasiado obvios pero que no dejan de cuajar y de recordarnos que a los hombres también nos han sacado de nuestro hábitat, uno que jamás conocimos ni conoceremos y que igual extrañamos: un lugar supuestamente feliz.

Las vidas rotas de los personajes le van dando unidad a este libro de tramas variadas. También lo hace el humor extraño, de mecanismo de defensa, como quien necesita reírse en un velorio. A veces Poissant también se aparta del realismo y se arriesga a cuentos de ciencia ficción (“El bebé brilla”) o delirantes (“Knockout”). Un modo de decirnos: “Sé jugar muy bien a otra cosa”. Luego retoma sus diálogos creíbles y a la vez inesperados, sus descripciones breves y sólidas, su estilo quirúrgico.

A esta serie de cuentos diversos, que logran una homogeneidad emocional pese a la disparidad de los personajes, se le suma una novela corta armada con el primero y el último de los relatos. El excelente “El hombre lagarto” —donde un cocinero berreta, que estuvo en la cárcel por tirar a su hijo gay por la ventana, tiene que acompañar a un amigo albañil a visitar la casa del padre de este, que acaba de morir— se extiende en “El cielo de los animales”, donde el mismo cocinero, años más tarde, viaja por todo Estados Unidos en su camioneta destartalada para ver al hijo gay y enfermo terminal antes de que expire. Y no hace falta releer para recordar a ese padre y a ese hijo. Son tan fuertes y logradas las imágenes que es fácil volver a ellas al cabo de trece relatos; y eso es así porque cada cuento conserva su individualidad y su fuerza.

Nunca es fácil activar una tradición ya exprimida. Se corre el riesgo de quedar como Los Borbotones en la terraza de Moe. Pero Poissant lo intenta y logra darle vida a la tradición que elige, vida renovada, y ahí está su victoria. Mientras tanto, el desgaste más grande lo padece el lector, a quien le agarran unas ganas absurdas de convertirse en alguno, o en todos, los antihéroes anónimos que desfilaron con sus vidas miserables, al límite.

 

David James Poissant, El cielo de los animales, traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc, Edhasa, 2015, 352 págs.

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