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El resto de nuestras vidas

Benjamin Markovits

OTRAS LITERATURAS

Si uno no indagara en la biografía de Benjamin Markovits —su nacimiento en California, su educación itinerante en Texas, Londres y Berlín— y tuviera que adivinar de qué estado proviene el autor por la sola lectura de El resto de nuestras vidas, podría aventurar que es oriundo de Nueva Jersey, la ciudad de Philip Roth, Richard Ford y Bruce Springsteen, tres claras influencias en esta novela, que resultó finalista del Premio Booker en 2025. Pero, se sabe —y en nuestro país como ninguno—, los influjos no sólo surgen de la tierra en que uno nació, aunque los nativos orbiten, como fantasmas del pasado, bien cercanos. Ahora bien, en Estados Unidos, ese gigante con trastorno de identidad disociativo, a diferencia de lo que cantaba Woody Guthrie, la tierra no es la misma para todos y la distancia (entre estados, entre ciudadanos) es cada vez mayor; ahí probablemente esté el verdadero sueño americano frustrado, ese que Roth, Ford y Springsteen —y ahora Markovits— se encargaron de narrar con la familia como motor ficcional.

La novela cuenta la historia de Tom Layward —un apellido que invita a varias interpretaciones, entre ellas: “el guardián pasivo”—, un profesor de derecho de cincuenta y cinco años que, doce años después de haberse enterado de la infidelidad de Amy, su mujer, se enfrenta con la promesa que se había hecho entonces: separarse cuando Miri, su hija menor, cumpliera dieciocho años. En ese punto arranca la novela: Tom tiene que llevar a Miri en auto a Pittsburgh, donde ella estudiará. Pero el viaje no termina ahí; de hecho, recién comienza, ya que Tom decide seguir atravesando el país y visitar a personas que fueron o son parte de su vida (amigos, hermano, primera novia, hijo). Un viaje que, a diferencia de las clásicas novelas de ruta norteamericanas, emprende de grande y en soledad. Algo más: a medida que avanza la narración, también avanza el deterioro físico de Tom, que empezó con covid-19 pero se transformó en otra cosa.

A la manera de Ford, desde la primera línea Markovits cuenta en primera persona un hecho que se desarrollará a lo largo de todo el libro (por qué, cómo, sus consecuencias). Tom pone el foco en lo que provocó el engaño, al que siempre vuelve, pero cuya magnitud, a medida que pasan las páginas, va perdiendo fuerza y da lugar a las posibilidades perdidas, el resentimiento acumulado, una vida anodina. Porque así se ve Tom mientras repasa su vida: un tipo sin reacción, incapaz de tomar decisiones (ni siquiera la de tirar la basura), que toda su vida buscó “salir ileso”, no tener nada de qué arrepentirse. Como le dice Jill, su primera novia: una forma muy tonta de vivir.

De joven Tom pudo haber sido escritor, tenía la idea de cruzar el país en auto, jugar al básquet (deporte que, como el autor, practicó profesionalmente) en canchas callejeras y escribir sobre la gente con que se iba cruzando. Ahora, a los cincuenta años, retoma en parte la idea, ya que su viaje le permite, en efecto, cruzar el país, jugar al básquet con desconocidos y conocer a los locales con que se enfrenta en esos uno a uno, como Frank —que no es Bascombe, pero vaya como homenaje— en Cleveland.

Markovits sabe que no hay relato más propenso a la distorsión que el recuerdo de un amor torcido y lo usa a su favor en la voz de Tom. Para eso hace gala de diversos recursos: correlatos (el auto como huida, la ruta como deseo de libertad), saltos temporales, diálogos certeros —como Ford, se luce en los diálogos telefónicos—, reflexiones genuinas y personajes impecablemente delineados —el de Amy, entre tiránica y delicada, es de una belleza doliente—. El resto de nuestras vidas presenta un retrato crudo del matrimonio, la intensidad de la soledad, la fisura existente en una sociedad atravesada por un virus que se logró controlar y otro que no —el sueño blanco americano—, el terror ante el crecimiento de los hijos (“Los hijos te necesitan hasta que no lo hacen, y uno tiene que vivir con eso”) y el inevitable desgaste del tiempo.

Mientras viajan juntos, Miri dice que las canciones de Springsteen son cursis y depresivas, una música para varones blancos; Tom, sin embargo, insiste en que su objetivo principal es la autenticidad. Ese mismo objetivo, esa misma música, es la que persigue Markovits, y efectivamente así suena: como una gran canción de Springsteen, triste, solitaria y auténtica. Porque, sí, pasado cierto tiempo uno es capaz de sentir nostalgia por cualquier cosa.

 

Benjamin Markovits, El resto de nuestras vidas, traducción de Juan Nadalini, Chai Editora, 2025, 228 págs.

 

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