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Geografía III

Elizabeth Bishop

OTRAS LITERATURAS

Una de las mejores definiciones de cómo hacer un poema pertenece a Elizabeth Bishop: “Bueno, para hacer un poema se necesita que un sinfín de cosas se junten: cosas olvidadas o casi olvidadas, libros, un sueño de la noche anterior, experiencias del pasado y del presente”. Ese sinfín de cosas, tramadas cada una no por lo que significan sino por el ritmo que las proyecta, es aquello que hace que el poema —cometa, distracción diaria, milagro al margen de lo prosaico— sea lo que es sólo en tanto hable de lo que en él se reúne. Por caso, que un viejo mapa, como algo visto o encontrado al azar, sea la figura predilecta para una poeta que, en un rodeo elegante de ingreso juvenil a la literatura, tituló su primer libro Norte y Sur, como si se tratara sólo de contornear con palabras la tensión propia de un territorio íntimo, antes que de dar con ello una señal de inscripción en una tradición a la que siempre le recordaría que se sentía como una extranjera. 

Geografía III lleva al extremo el procedimiento de esa ontología poética particular. Sólo así un poema puede ser la espera y la atención encerradas en una sala, probándose ambas como formas de percepción ante la visita al dentista de una tía octogenaria que, en los detalles insignificantes que la rodean —la vieja luz de Nueva Inglaterra entrando por la ventana, las revistas de difusión de esa época en las que la lectura ya es una forma de matar el tiempo: National Geographic—, le devuelven a la niña y la mujer que nos cuenta ese periplo su tiempo recobrado. Tiempo que es todo lo que vendrá, razón por la que el poema, avanzando hacia el pasado para despedirse en el futuro, es la aventura de lo acontecido. Por eso, la desaparición es lo que siempre habla en Bishop. En medio del tedio infantil que la madurez melancólica recupera, se escuchan versos como el que sigue: “Me dije a mí misma: en tres días / vas a cumplir siete años. / Lo decía para detener / la sensación de estar cayéndome / del mundo redondo que daba vueltas / hacia el espacio azul, frío y oscuro”. La mitología personal de Bishop, hecha no sólo de su historia, sino también de un talento particular que transforma cualquier cosa vivida, como el más temprano abandono, en tormenta de palabras, puede volverse la forma de una fantasmagoría íntima. Así la anécdota es la inscripción de un grabado que, quiera o no, da cuenta de la antigüedad sin edad de su poesía. Se trata por cierto de la ubicación en el espacio de esas palabras, y, por lo tanto, también de la geografía de la imaginación que inventa un mundo prescindiendo del tiempo. Acaso por eso, el lugar del poeta sea el centro que nadie quiere habitar: “¿Cómo llegué a estar acá, / como ellos, y a escuchar / un grito de dolor que podría haber / sido peor y más fuerte, pero no lo fue? // La sala de espera era calurosa / y estaba muy iluminada. Se deslizaba / bajo una gran ola negra, / y otra, y otra”. 

Pero si hay un poema-geografía que hace que las palabras vuelvan al pasado para descubrir el futuro, hay también un poema-viaje para recorrer el presente acallándolas. En “El alce”, traducido ahora con la misma rapidez con la que Bishop lo escribió, la poesía está muy próxima a lo que pasa, pero no como una fatalidad o una atención realista, sino más bien como aquel fenómeno que ante nosotros se despliega para mostrarnos que lo poético es lo-fugaz-insignificante. Un viaje en bus, un bosque a los costados, murmullos de pasajeros, ronquidos, un chofer precavido, historias desconocidas en la somnolencia americana y de repente, un alce en la noche. ¿Cómo se escribe un poema con todo esto? Bishop diría con “un ligero destello” que conduzca a las palabras hacia algo que “se apaga”. 

Elizabeth Bishop, Geografía III, traducción y prólogo de Eugenia Santana Goitia, Ninguna Orilla, 2025, 128 págs.

11 Sep, 2025
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