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Un hombre atenta contra su propia vida: dinamita su rutina, pulveriza sus esquemas cotidianos, enfrenta la inercia de años de monotonía y repetición. Ese hombre, Philip, un agente inmobiliario que ronda los cuarenta años, se desencuentra (¿intencionadamente?) con un cliente y comienza a seguir a una mujer a la que no conoce, pero cuyos zapatos le han tocado la atención. En el desorden y el frenesí que determinan las estrategias para sobrevivir a cualquier ciudad contemporánea, esa parece una excusa tan buena como cualquier otra. “Sé todo y no comprendo nada”, dice el narrador apenas iniciado el relato, y en esa consideración resignada se asienta toda la intensidad del ciclo de vida, muerte y resurrección —pautado por el ritmo de paulatina descarga de la batería de un teléfono celular— de un personaje que habrá que ver hasta qué nivel es el verdadero protagonista del relato de Bärfuss. Porque el punto de vista narrativo en Halcón es especialmente problemático, y esa es la palanca que transmite al relato el suspenso inherente a cualquier organización de la espera.
Bärfuss es un novelista de procedimientos, como lo son Samuel Beckett, Thomas Bernhard y Danilo Kis, por buscarle alguna filiación posible. La amenaza que su sentido glacial de la construcción de la frase ejerce sobre la sensibilidad del lector se basa en el riesgo de desintegración permanente de la sustancia del relato. Una especie de relación equívoca entre trama y lenguaje que construye el gran negativo de la vida rota contemporánea. “Largo tiempo me pregunté si allí había que encontrar algún significado metafísico, si Philip se había salido del tiempo y ya no pertenecía más al mundo de aquellos cuya existencia sigue una cronología, si no era una figura que se desplazaba entre el pasado y el futuro, un ser de otra dimensión, de esos espíritus que regresan después de la muerte”. A cada eslabón de la cadena de acontecimientos, al ensamblado de una continuidad de hechos, sigue siempre la puesta en crisis de su realidad, como si el efecto añadido de pesquisa —ya no sobre el tema sino sobre el lenguaje que lo sostiene— funcionara como atajo o vía de escape frente al poder omnímodo de algo que se intuye al final del trayecto, pero que no se quiere nombrar. La condición de eso que no llega, el retardo y la proliferación de los sucesos manifiestan un malestar que no pertenece tanto al que lee como al que escribe. Bärfuss es uno de esos novelistas que al sacudir el peso de la gigantesca estructura dramática que es nuestro presente descubren amargamente la persistencia suicida del destino, la imposibilidad de volver sobre los pasos dados dentro de esa geometría que se abre en capas para tragarnos entre contradicciones y sinsentidos. Halcón es un paseo insomne por el desorden del afuera —que es, siempre, una turbulencia del adentro— y, como el Final de partida beckettiano, otra muestra implacable de la escasa capacidad que tenemos para formularle a nuestra época las preguntas adecuadas. El fin sigue estando atrás, en el principio, parece recordar Bärfuss, aunque insistamos en buscarlo allá adelante.
Lukas Bärfuss, Halcón, traducción de Claudia Baricco, Adriana Hidalgo, 2018, 160 págs.
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