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¿Qué es la “novela familiar”? Para empezar, es casi siempre un problema, un nudo complejo de asociaciones imprudentes al que muchos deciden acercarse de manera “gordiana”, es decir, drásticamente. Dimitri Verhulst (Bélgica, 1972) pasa como un alambre tenso por esa tradición, pero lo hace en la compañía algo incómoda de Charles Bukowski. Y ya sabemos que las malas imitaciones de Bukowski le hacen muy mal a la literatura. No se trata aquí de fijar un criterio estético ni un límite para el paladar poco curtido en una concepción algo rotosa de la lengua, propensa a las vulgaridades. La elección de recursos que hace Verhulst, su opción, en definitiva, por la a menudo demasiado cómoda posición de “sobreviviente”, obliga a emparejarlo con una literatura del “reviente” y la provocación que cada tanto sacude las librerías. Pero asociar los trucos de la publicidad al éxito de una novela sobre los vicios –alcohol al frente– y la autodestrucción, a la que el lector entra con una baja de defensas propia de temporada turística, implica soslayar los aspectos puramente literarios de la cuestión, y es ahí donde se produce el milagro.
En el que probablemente sea el mejor libro/tratado sobre el arte de escribir ficción jamás publicado, Raymond Chandler asegura no tolerar que la literatura sea utilizada para explicar o decir algo que podría sintetizarse en un eructo. Y el capítulo ocho de La miseria de las cosas de Dimitri Verhulst es una obra maestra de la narrativa contemporánea, una pieza perfecta que puede leerse con independencia del resto de una novela brutalmente elíptica y desordenada, para comprender qué es la buena literatura y por qué hay que zanjar de una vez la estúpida discusión que alimenta los talleres literarios sobre si puede o no enseñarse a escribir, para concluir, claro, que no, que no se puede. Y el efecto es curioso, porque ese capítulo obliga a pensar por qué, en el resto de la novela, prevalece el impacto y no la tersura, la provocación y no el ajuste, la aberración como premisa de época y no el gusto por la belleza de una felicidad trunca o arrebatada. No se trata de pedirle a Verhulst que nos venda rosas, pero podemos, al menos, exigirle que perfume o adorne los hongos que ensombrecen las paredes de su novela. Menos Bukowski –porque Bukowski hubo y habrá uno solo– y más Fante (John, claro), podríamos decir; menos prédica y costumbrismo piadoso y más espacio para evadir cercanías a veces peligrosas. Verhulst es demasiado consciente del linaje del que pretende formar parte, y esa conciencia lo limita, lo afea, opaca el notable escritor que brilla en ese estupendo capítulo ocho. No puede culpárselo por su biografía, pero sí por la consistencia de sus provocaciones, por los intentos groseros y descolocados por correrse de lo que mejor sabe hacer, que es, claro, escribir.
Dimitri Verhulst, La miseria de las cosas, traducción de Marta Arguilé, Lengua de Trapo, 2012, 210 págs.
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