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Saturada del mundo, limitada por las reglas de un experimento que ella misma se ha autoimpuesto, Mara, la protagonista de Inclúyanme afuera, va a recluirse en una ciudad del oeste bonaerense para encarar una especie de cura. Empleada como guardiana de sala en un museo de corte tradicional y criollista, ella, antes traductora simultánea continuamente urgida por lo dicho en una lengua y por su inmediata trasposición hacia otra, se ha decidido a pasar un año en silencio. Callar, sí, pero –cuidado– en constante interacción con el medio: ahí está el desafío. Para lograrlo, lleva consigo un conjunto de reglas cuyos enunciados repite o recuerda como si se trataran de un mantra y que son parte de un protocolo que le dice cómo, cuándo y de qué forma debería ser su silencio para formalizarlo y no despertar las sospechas de un eventual interlocutor.
Así las cosas, en el contexto de una novela radical y de intervención punzante según la contratapa, subrayados su juego y sus potencialidades por la figura tópica del título y por ese acercamiento sugestivo entre retórica y silencio en el que piensa Mara, ¿cabría esperar que el lenguaje fuera objeto de alguna reflexión en tanto medio o soporte? Bueno, no. La escritura del relato es ciertamente franca y apuesta por la legibilidad, aunque el presente continuo de la narración provoque cierto efecto de planicie que opaca un poco la perspectiva temporal y, a contrapelo de aquella amabilidad original, termine enrareciendo de algún modo lo que trataba de allanar.
Ese mismo efecto raro –uno diría inmotivado según la dinámica de los acontecimientos– tienen los apuntes transcriptos desde un “cuaderno de notas” cuyas reflexiones van puntuando ciertos momentos de la novela, y pese a que tienen siempre un punto de intersección o contacto con el cuerpo de lo narrado, parecen más la puesta en valor de un conjunto de lecturas dispares que una necesidad del relato.
En el tren de las peripecias, promediando la novela Mara se enfrenta con un obstáculo inesperado. Un taxidermista viene a restaurar una pieza clave del museo, las réplicas embalsamadas de Mancha y Gato, y ella es mandada a trabajar como asistente. En ese juego uno contra uno de la interacción, su proyecto silencio tambalea. Obligada entonces a una pausa, Mara se propone una venganza: atentar contra el proceso de restauración de la pareja de caballos, lo que en la novela, de cierta condición grandilocuente, es sinónimo de anarquismo, como si dañar un hito criollo hoy fuese un acto de tanto peso insurreccional como en 1924.
Experimental por lo que pasa y no por cómo pasa, y radical por la radicalidad de lo que ensaya Mara en el relato más que por el relato mismo, Inclúyanme afuera es una novela menos osada de lo que promete. En ese marco, no obstante, un juego solapado con las nociones de obra, gesto, pose y sabotaje –incluso esa excursión final hacia el bioarte– pueden implicarla en un debate sobre ciertos procedimientos del “arte contemporáneo”.
María Sonia Cristoff, Inclúyanme afuera, Mardulce Editora, 2014, 176 págs.
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