Cuarto sucio, ubicación peligrosa
Ni un estilo esencializado ni una concentración estilística, los aforismos que Kafka legó al mundo constituyen, como bien señala el prólogo de esta edición a cargo de Yaki Setton, un acercamiento a la poesía. Porque en las ciento nueve piezas que componen su bloque visual-sonoro late algo más que un diagrama de lo kafkiano: se abre otra rendija en la reja de la existencia. Disímiles a la obra narrativa y a los diarios —en tanto y en cuanto lo que el lector encuentra en ellos no resulta representativo de nada en particular ni implica la condensación de ninguna instancia previa o volumen de otro nivel de desarrollo—, estos fragmentos se bastan a sí mismos, y en todo caso, cuando se los relaciona con el resto de la obra, admiten ser considerados como una línea de fuga filosófica-religiosa o, con mayor certeza tal vez, una luz bajo la cual todo el corpus puede ser retomado.
La tentación de estudiarlos como fuente o como esbozo de ideas a desplegar en textos narrativos es grande. También la de quedarse con la sensación de que su brevedad refleja el residuo del fuego de lo fantástico, transformado en amarga ceniza sabia, embebida por la cábala, el misticismo y la continua corriente de pensamiento que absorbe y reabsorbe la tradición judía. Sin embargo, basta leer el primer aforismo para entender que el libro no requiere de ningún trasfondo ni de ningún punto de llegada, propio o ajeno. “El verdadero camino va por una cuerda que no está tendida en la altura, sino apenas por encima del suelo. Parece más destinada a hacer tropezar que a ser recorrida”, escribe Kafka y se desentiende de las referencias para ingresar en un escenario desnudo en el que sólo emerge lo enunciado. Lo dicho, mientras es dicho, traza sus personajes, sus dimensiones, sus postulados de manera tal que quien se prende de las relaciones entre ellos los contempla interactuar en el vacío. La cuerda es nada más que una cuerda; el suelo, nada más que el suelo; el tropiezo, el de un cuerpo (tal vez el nuestro mientras leemos) y su potencial caída.
Kafka se aproxima a la poesía al desprenderse de los efectos de la peripecia. Si hay acción en los aforismos, esta se da para alcanzar una imagen mayor y olvida cualquier tendencia a obtener sentido por la vía del encadenamiento de los hechos. El lenguaje pasa a ocupar entonces el papel primordial (acaso el único), irguiéndose como un fruto verbal compuesto de figuras en perpetuo devenir. Así se lanzan frases como “el instante crucial del desarrollo humano es perpetuo”, o “la expulsión del paraíso es, en su mayor medida, eterna”, o “si se quiere ir la Tierra, lo frena el collar del cielo, si quiere ir al cielo, el de la Tierra”, o “lo que llamamos mal es sólo una necesidad de un instante de nuestro desarrollo eterno”. Si el poema es el estado de incandescencia autónoma del lenguaje, estas piezas de relojería —cuyo ensamble responde a una fría maquinaria expresiva— alcanzan una y otra vez esa estasis luminosa y cegadora, algo que captan en su modo compositivo las tintas de Eduardo Stupía que se incluyen en la edición: un cruce de figuración/desfiguración permanente, que funde el alfabeto hebreo, los famosos dibujos y caligrafía kafkianos, y el desorden intelectivo que provoca la dinámica de lo divino y lo humano concebida en los aforismos.
La ventaja que nos regala una traducción rioplatense es la de apropiarnos, en nuestro aquí y ahora más íntimos, de la visión devota y a la par cáustica de una de las grandes sensibilidades del siglo XX. “No es necesario que salgas de tu casa. Quedate sentado a la mesa y escuchá con atención. Ni siquiera escuches. Sólo esperá. Ni siquiera esperes, quedate en total silencio y soledad. El mundo se te va a ofrecer para que lo develes, no puede evitarlo, en éxtasis se va a retorcer frente a vos”, señala el último aforismo. Mientras lo oímos, nuestra mesa ocupa el lugar de aquella que hubiera en Praga (cuando sonaba ante nosotros el quédate o el se te ofrecerá o se retorcerá de las viejas ediciones) y con ella el mundo evocado se encarna en las paredes que nos rodean, borrando por completo las distancias, las remisiones, el lastre de las circunstancias y cualquier marco atado a otro siglo, a otro continente. Se hace presente entonces la llama vítrea que nos cura de la representación.
Franz Kafka, Las segundas intenciones, traducción de Martina Fernández Polcuch, prólogo de Yaki Setton, tintas de Eduardo Stupía, Bajo la Luna, 2024, 144 págs.
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