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En 1914 Rusia era, junto con el Imperio Otomano, la más débil de las potencias europeas; ocho años después, luego de la Primera Guerra Mundial, una revolución y la subsiguiente guerra civil, el país estaba en ruinas. Los líderes revolucionarios, especialmente Lenin y Trotsky, instaban en sus escritos a aumentar la productividad, a trabajar por la reconstrucción del país, a instruir a las masas e incluso a preservar la higiene personal.
Es de este país de donde parte, en 1925, Vladimir Maiakovski, el poeta “oficial” de la Revolución, en una travesía para descubrir América. Su diario de viaje tiene, en efecto, algunas notables similitudes con los que sus predecesores españoles habían escrito unos cuatrocientos años antes, como la comparación del paisaje americano con el de su Rusia natal y la asimilación permanente de ciertos aspectos de las ciudades norteamericanas a sus “equivalentes” moscovitas y petersburgueses. Pero si los viajes de Colón y Cortés, entre otros, tenían por objetivo la conquista y la sujeción de nuevos territorios y almas, la cruzada (al menos teórica) de Maiakovski es de liberación. El autor habla con compasión y rechazo del primitivismo de los mexicanos y del materialismo exacerbado de los estadounidenses, traba relación con algunos camaradas tanto ignotos como célebres y observa, con fascinación y repulsión a veces simultáneas, algunas de las atracciones populares de ambas naciones (las corridas de toros, el parque de diversiones de Coney Island, etc.). Pero la verdadera obsesión del poeta, reflejo fiel de la dirigencia soviética de la época, es el progreso. Al llegar a la primera potencia capitalista de la Tierra, la mirada de Maiakovski se detiene fascinada en la tecnología, la construcción, el transporte, la energía productiva y lo que, a sus ojos, representa la quintaesencia del desarrollo material: la electricidad. Aunque los hombres que la habitan le parezcan chatos y mediocres, son las luces de Nueva York lo que literalmente deslumbra sus ojos. Pero su viaje reafirma la convicción de que la tecnología, librada a sus propios mecanismos por el mercado y sin el control del Estado, no alcanza para desarrollar una civilización que merezca ese nombre, sino que es un conjunto de fuerzas desatadas que, según la ortodoxia marxista, contiene el germen de su propia destrucción.
La prosa de Maiakovski, bien volcada al castellano por Olga Korobenko (en una traducción originalmente publicada en España y adaptada al mercado local), es dinámica, ágil y punzante; noventa años después, podemos leer intacta esa energía que los futuristas caracterizaron como “una bofetada al gusto del público”. La ironía, el humor más bien amargo y la vitalidad impresionista del estilo confieren a este diario de viaje un valor que excede lo meramente testimonial y lo transforman en un texto notable, que nos permite atisbar una faceta para muchos desconocida de uno de los más grandes poetas rusos del siglo XX.
Vladimir Maiakovski, Mi descubrimiento de América, traducción de Olga Korobenko, Entropía, 2015, 170 págs.
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