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Aunque no sorprenda, aunque el lector más o menos entrenado reconozca el molde desde la primera página y sepa de antemano mucho de lo que el libro va a contarle, siempre parece haber lugar para otro cuentista norteamericano. La entronización de la historia menor, la austeridad estilística, la predilección por los personajes corrientes y los finales desoladores o epifánicos construyeron una tradición que se verifica en las obras de O. Henry, Fitzgerald, Hemingway, Salinger, Cheever y Ford, entre tantos otros, y que ahora nos recuerda que Richard Yates merece un puesto destacado dentro de ese canon.
El nacido en Yonkers, Nueva York, está lejos de ser un descubrimiento. Autor de varias novelas ―entre ellas Revolutionary Road, que Sam Mendes trasladó al cine hace unos años―, recibió premios, viajó por el mundo gracias a su literatura y enseñó en universidades prestigiosas. Esta edición de su primer libro de relatos ni siquiera es la primera que se hizo en español, pero tiene la virtud de actualizar una prosa que convierte las frustraciones personales en tragedias ecuménicas, en desgarros del cuerpo y del espíritu que incluyen a todos los involucrados ―a los personajes, al narrador, hasta a los lectores― en la distribución de la culpa.
Nada en los cuentos de Yates se resuelve. El nuevo alumno de una escuela acumula odio y repele la ayuda de su maestra. Al entrar en un hospital, la mujer de un veterano convaleciente sale a su vez de una vida sin norte, que ya ni se molesta en esconder. Otros dos pacientes ―Yates contrajo tuberculosis durante la Segunda Guerra Mundial― festejan a su modo el Año Nuevo y provocan, al menos por unos minutos, que el tiempo pase a significar algo en ese universo hecho de cirugías y pabellones. Una mujer va a casarse sin saber si quiere hacerlo, un sargento es relevado por ser demasiado bueno en su trabajo y un taxista cree que las anécdotas de su oficio merecen un tratamiento literario que indefectiblemente le traerá dinero y fama. En este último relato Yates desliza una sigilosa teoría del cuento, que emerge del contraste entre lo que el taxista demanda y lo que el propio autor hace con sus ficciones.
Lo notable en Once tipos de soledad, lo que subraya el componente trágico que le da forma, es que en casi todos sus relatos se vislumbra una tregua, la posibilidad de una redención que los personajes siempre rechazan, como si su clave de ser radicara en el fracaso perpetuo. Esther Cross traduce con neutralidad lo que Yates señala sin perder la elegancia ni la compasión por sus creaciones. No hay rendición posible, pero tampoco habrá consumación. Lo único que queda es seguir viviendo.
Richard Yates, Once tipos de soledad, traducción de Esther Cross, Fiordo, 2017, 264 págs.
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