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Cuenta la leyenda que Maupassant almorzaba seguido en la base de la Torre Eiffel para no tener que verla recortada contra el horizonte de París. Su problema con ella fue uno de perspectiva estética —la consideraba un adefesio arquitectónico— y sobre todo temporal: la torre era una cuña del futuro en el corazón de una ciudad que estaba cambiando, cediéndole espacio a la irrupción metálica que completaría el urbanismo haussmaniano desplegado décadas atrás.
Alberto Savinio tenía pocos años cuando la Torre Eiffel fue inaugurada. Ni siquiera fue un niño parisino. Nacido en Grecia, criado en una familia italiana que mudaba de país cada tanto, se instaló en la capital francesa recién cuando fue allá con su hermano —un tal Giorgio de Chirico— a hacer arte y participar de las vanguardias. Así y todo, a su París con torre el tiempo también la echó a perder. Lo que quedó en pie es una colección de crónicas que Savinio reunió antes de morir y a las que calificó como algo “más que periodismo”: aguafuertes de entreguerras que sostienen un fresco arrasado, constituido por personajes que ya no volverán y quizás tampoco deban, porque en la caducidad radica —como en todo— parte de su encanto.
Escritor, pintor, músico, Savinio hizo suvenires de toda la gente que trató en épocas más terribles y esplendorosas, cuando París hervía de creatividad y de muerte. Quienes sufren el empuje de los años no siempre son víctimas en un sentido ortodoxo. Paul Guillaume, marchand de de Chirico y muchos otros, murió rico e influyente mientras la bohemia y la filosofía se le escapaban del alma; el cine hablado parió a René Clair, pero aceleró el deceso de las avenidas rebalsadas de teatros; la babilonia de escenarios, molinos rojos y noche intensa fue relevada por la supremacía de una burguesía vigorosa y confortable, cuyo lema era “disfrutar sentado”. En los márgenes está la historia de Spiridione Caftangioglo, falso noble obsesionado con “casarse bien” mientras tosía en los cafés y vagaba extenuado por los bulevares, anónimo entre la muchedumbre ya descripta por Poe y Baudelaire. Los verdaderos héroes de Savinio están hechos de otra madera, perfilados por locuras y tozudeces que desprecian la supervivencia. Es decir: nada importa si el cambio de época se los tragó. Jacob, Cocteau, Apollinaire y Calvocoressi aparecen perfilados bajo la luz de los símbolos que personificaron, los mismos o unos muy parecidos a los que los nuevos lectores acuden, entrado el siglo XXI, cada vez que abren un ejemplar de Alcoholes o Los niños terribles.
“¿Se percibe en estas páginas el aliento de la muerte?”, pregunta Savinio en el prefacio del libro, y tal vez la respuesta más actualizada no sea la que él habría esperado. Traducidos del italiano original —excepto el último artículo, restitución mitológica de una babel incongruente, escrito en francés—, los textos de Souvenirs conciertan un reservorio ya sin nostalgia, donde se conserva una París tan viva y discordante como la de antes y la de ahora. Con torre o sin ella.
Alberto Savinio, Souvenirs, traducción de Agustina Incardona y Raúl A. Cuello, prólogo de Matías Serra Bradford, Partícula, 2025, 168 págs.
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