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Toda una vida

Robert Seethaler

OTRAS LITERATURAS

Toda una vida es un racimo de acontecimientos, leves y fugaces como un parpadeo. Y un canto celebratorio de la materialidad del mundo. A comienzos del siglo XX, Andreas Egger, de cuatro años de edad, es trasladado, a raíz de la muerte de su madre, a un valle custodiado por unas imponentes montañas nevadas. La mirada silenciosa frente a las “refulgentes cimas blancas” lo acompañará el resto de sus días. Una mirada de asombro y aceptación ante la diversidad de las cosas: la dureza del trabajo, el escozor punzante del deseo, el codeo con la muerte y con la Historia. Se podría recorrer el texto centrándose en las escenas en que el narrador menciona las manos de algún personaje. Atrapar el gesto, el ademán, incluso la fisonomía de una mano no es aislar un detalle marginal. El gesto supone el movimiento mismo de los acontecimientos, su cristalización difusa. Se puede leer el libro como un álbum: Egger lleva sus manos a la boca para amplificar el grito que dirige al pastor que acaba de salvar de un congelamiento inminente y que ahora se diluye “en el blanco impenetrable de la ventisca”. —La mano del granjero Kranzstocker, padre adoptivo de Egger, tomando impulso para darle un golpe con una vara de avellano en el “trasero blanco [que] asomaba al aire invernal”. —El cuenco que resbala de las manos de Egger cuando Kranzstocker “ya tenía las manos unidas para bendecir la mesa” y que provoca la ira de este y la negativa de Egger a ser golpeado. —“¡Aparta las manos de ella!”, le dice el posadero a Egger refiriéndose a Marie, la moza que será el gran amor de su vida. —Cuando la besa por primera vez envuelve el rostro de Marie con sus manos “con el mimo con el que se coge un huevo de gallina o un polluelo recién nacido”. —La mano que el responsable de contratación de la constructora Bittermann e Hijos levanta “para hacer un gesto, como si quisiera que Egger desapareciera de su vista”. —La mano que, frente al mismo encargado, retuerce el gorro de lana mientras Egger pide un aumento. —Las manos de Egger y sus compañeros entumecidas por el frío. —Las manos blancas sobre el regazo de Marie antes del alud en el que perderá la vida. —Las manos que le dan las condolencias “le parecían objetos ajenos que le eran entregados”. —Las manos con que una señora se cubre el rostro y le anuncia a Egger que comenzó la guerra. —La mano que el soldado ruso aparta de su arma y con la que limpia su frente. —Las manos levantadas en señal de rendición luego de ochos años de servicio en el Cáucaso. —“Las manos sobre las rodillas, flacas como palos” del granjero Kranzstocker, cuando Egger lo reencuentra luego de décadas sin verlo. —Una mano sostiene la antena del primer televisor del pueblo y Egger se estremece mientras observa el cabello de Grace Kelly en la pantalla. —Egger sentado al borde de la cama reconociendo en sus manos “pesadas y oscuras como tierra pantanosa” los signos de la vejez. —El tobillo que toma con una mano para evitar que una mujer caiga al vacío, quien luego intenta coquetear con él y que Egger rechaza de forma tajante. —La mano del chofer sobre el hombro de Egger para preguntarle a dónde se dirige. Y paremos para no abrumar. Las manos (y no las palabras) son para Andreas Egger el vínculo con el mundo. Le permiten tomar contacto con los objetos, pero también con las personas y con lo vivido. No hay balance ni justificación. Los gestos condensan la intensidad del momento a la vez que lo escamotean.

Sin estridencias —no las necesita—, con una escritura elegante en la que cada palabra parece necesaria y con una estructura engañosamente simple, Robert Seethaler ha escrito una novela sobre las consecuencias de la irrupción del “progreso” en el paisaje bucólico de un pueblo centroeuropeo y da testimonio de una vida que, más que un legado, es una ofrenda.

 

Robert Seethaler, Toda una vida, traducción de Ana Guelbenzu, Salamandra, 2017, 144 págs.

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