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Al igual que David Lynch, Antonioni, reconocido director, también fue pintor. Era vox populi. Encuadres, fuera de campo, uso del color y densidad del silencio en esos frescos abstractos con sonido lo hacían saber. Lo que desconocíamos es que, a escondidas, garabateaba historias que tardíamente publicó. Visconti, Truffaut, Rohmer y Jerry Lewis; Torre Nilsson, Sarquís, Antín y Aristarain no lo ocultaron. Para ellos la literatura no era berretín, sino profesión frustrada.
Como Duras o Pasolini, como Cozarinsky o Rejtman, Alejandro Agresti no es un director que escribe. Cineasta y escritor son caras de una misma moneda. Muy joven escribió El acto en cuestión, novela que se esfumó no sin antes perderse en esa escritura fantasma que llamamos guión y luego transmigrar a film homónimo. Su primera novela publicada fue La sonrisa no basta (1997), precursora de un retorno al barrio que aúna a Casas con Incardona. Tras realizar alguna pieza de colección y haber hecho más de un éxito de taquilla, Agresti accedió a ir a Hollywood, ex meca del cine que usó de escondite para dedicarse a la escritura. Eva Braun de Arroyito (2010) y Si te digo te miento (2017) son fruto de ese lujoso retiro.
Tras perder una pierna en lo que cree un accidente ferroviario, Coco Campos consigue nuevo empleo y retoma el trato con gente que no ha visto por años. Mitómano involuntario, mitad por “versero”, mitad por escritor fracasado, este farsante, que nos parece un pobre diablo cuando no una basura de tipo, sufre de amnesia selectiva, y en la obligada mirada atrás a la que lo lleva cada encuentro, ve una y otra canallada acometida por él mismo, que se figuraba no más que una víctima.
Nostálgica como su cine y otras novelas, la historia está anclada en los sesenta. Lo anuncian palabras y expresiones como “engrupir”, “me tiene pal cachetazo”, “una punta de años”, “chau pinela”, “paparula”, “macana”, “me mortifica” y “dorima”. No faltará perito lingüístico que arguya que “me corta el rostro”, “se enganchó posta”, “haceme el aguante” y “me hace ruido”, dichas por la misma persona, no sintonizan con las propiamente sesentosas. La historia es lo suficientemente verosímil, atrapante y reveladora para hacer a un lado lo que comisarios del lenguaje tildarían de desacople en una novela que, abordando usos y costumbres, y sobre todo el lenguaje, que muta y siempre aúna trastos viejos con expresiones recién alumbradas y hasta importadas, capta toda una época.
El pasado, una ficción, un amasijo de olvidos antes que de recuerdos, no es como Coco cree. A “sopapo retrospectivo” limpio, en el “zaguán de las sorpresas” lo esperan muestras de que Coco (¿o Abel Tugnolli?) con más de uno se portó “para el orto”. De nada le sirve disculparse con eso de que “no lo hice a propósito”, menos argüir que aquel no es este que hoy escucha y asiente resignado. Si te digo te miento muestra cuán importantes son los otros. Familiares, amigos y simples conocidos siempre conocen la historia de uno —cuán miserables, ingratos e injustos somos— mejor, mucho mejor que uno mismo. ¿O acaso no son ellos quienes saben la razón de nuestros desatinos e incluso nuestro verdadero nombre?
Alejandro Agresti, Si te digo te miento, Sudamericana, 2017, 208 págs.
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