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La supervivencia de un escritor de culto es un asunto curioso; se sabe que tiene lectores fieles, pero generalmente no los suficientes como para que pueda vivir exclusivamente de la literatura, aunque quizás sí para conseguir un cómodo puesto académico y una previsibilidad de ventas que, por más modestas que sean, termina convirtiéndose en una virtud inestimable para cualquier editorial. A eso se suma la sospecha, o la certidumbre, de que el escritor de culto no es valorado como debería por el mercado, por los críticos, o por ambos. Toda una receta para el rencor y la inseguridad.
Russell Hoban fue un ejemplo clásico de ese destino que al parecer efectivamente le pesaba. Tampoco ayudaron ciertos factores agravantes, también típicos: comenzó su carrera como escritor para niños (su primer libro en ese género fue uno de sus proyectos más exitosos); le gustaba experimentar con la ciencia ficción, la novela histórica y la fantasía, mixturas tradicionalmente despreciadas por el establishment literario; y, horror de horrores, aunque escribió docenas de libros (fue particularmente prolífico en sus últimas décadas), la gente sólo quería hablarle de su novela más famosa, Riddley Walker, una obra maestra de la ficción distópica y la innovación del lenguaje. Como observa Margaret Drabble en un artículo de 2021, a Hoban le habría gustado saber que Penguin acabó incluyendo ocho de sus novelas en su colección de clásicos modernos, pero también probablemente le habría disgustado enterarse de que ninguna de ellas llevara un prólogo u otra contribución de algún escritor consagrado, como suele ser el caso con publicaciones de esta categoría.
Propongo una hipótesis tentativa de por qué Hoban nunca llegó a superar, o siquiera igualar, la cúspide que alcanzó con Riddley Walker. Hay que volver a la sentencia de Borges sobre la importancia de la confianza del autor —no del lector— en su propio texto. Sospecho que Hoban muchas veces buscó autenticidad en los lugares equivocados; a partir de una investigación exhaustiva, las descripciones detalladas de espacios —particularmente aquellos que alberga su Londres querido—, la sátira y un talento quizás obsesivo para los juegos de palabras, todo lo cual podría haberlo distraído de la tarea fundamental: producir un texto en el que creer. En Riddley Walker esa sensación es palpable; en sus otros libros no siempre está.
En Ven a bailar conmigo, novela corta de su período tardío publicada recientemente, descubrimos algunas de las mejores cualidades de la escritura hobaniana, y también algunas de sus fallas. Enmarcada en una historia de amor en la que la muerte juega un rol fundamental, la novela da voz a los dos protagonistas, una cantante de rock cincuentona y un médico de sesenta y tantos, procedente de Estados Unidos pero londinense naturalizado (como le ocurrió a Hoban: los personajes autobiográficos son recurrentes en su obra). Mientras por un lado la cantante ha sufrido tantas tragedias que está convencida de que su vida está maldita, por el otro el médico nunca ha experimentado el amor verdadero. Unidos por el amor al arte —una preocupación típica de Hoban— y la música —la traductora Andrea Palet ha realizado un excelente trabajo en general, pero particularmente con las muchas letras de canciones que aparecen en el texto—, en medio de flirteos livianos con el mundo fantástico, los dos personajes son conscientes de que tienen más pasado que futuro y desconfían de la aparente oportunidad inesperada para la felicidad que la aparición de uno en la vida del otro les prodiga. Mientras acompañamos sus encuentros y desencuentros en una Inglaterra de principios de los 2000, la controversia política alrededor de la segunda invasión de Iraq es satirizada un poco torpemente, cruzada por momentos transcendentes y otros un tanto laxos. Cada lector hará su propio balance, pero se puede aventurar que la mayoría coincidirá en que, a final de cuentas, la fe es una virtud esencial.
Russell Hoban, Ven a bailar conmigo, traducción de Andrea Palet, Sigilo, 2025, 176 págs.
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