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Algunas puntualizaciones sobre los anarquistas, el internacionalismo, los mitos nacionales y el presunto antipatriotismo de Internet.
Internacional. El 14 de mayo de 1910, pocos días antes del festejo del Centenario y en momentos en que se debatía en el Parlamento un proyecto de ley que habilitaba la expulsión de extranjeros indeseables, particularmente ácratas y también polígamos, el senador Salvador Maciá, ex gobernador de la provincia de Entre Ríos, expresó lo siguiente: “El mundo exterior que trae a nuestras playas las enfermedades exóticas nos trae también los aparatos y los medios de desinfección para combatirlas. La Europa, que nos ha dado civilización, progreso y libertad, con ejemplos y doctrinas, nos manda también corrientes subversivas que llegan, como enfermedades, hasta nosotros. A mí me asustan tanto los hechos que parecen grandes y notables, como los que parecen nimios y pequeños. Me impresionan los documentos de los anarquistas, como aquel en que llaman al gobierno argentino ‘gobierno provisorio de la Nación’, como el hecho, pequeño al parecer, sucedido en las calles, de las escarapelas arrancadas a viva fuerza de las solapas del saco de los niños inermes e indefensos de las escuelas primarias (grandes aplausos en la barra)”.
Habrá sido el desmedido gesto ocasional de algún anarquista que merodeaba por las calles con el alma soliviantada. Por lo general, para saciar su saña contra los símbolos nacionales, a los anarquistas les bastaba con desertar de filas, no entonar el himno o intentar ingresar a los lugares de trabajo en días de feriado patrio. Lo cierto es que, entre los muchos cargos levantados contra ellos, figura prominentemente el de “internacionalistas”, gente contraria a las patrias. La atribución es verdadera, pero no absoluta. Por la misma época, los anarquistas debieron enfrentar un novedoso dilema en la isla de Cuba. Aunque el mandamiento internacionalista es inherente a las ideas libertarias, la mayor parte de los anarquistas cubanos se había unido a la gesta independentista de José Martí, aceptando la bondad de esa causa “nacional”. Consecuentemente, en el año 1896, tres anarquistas hicieron estallar una carga de dinamita al paso del capitán general Valeriano Weyler, marqués de Tenerife y duque del Rubí, máximo comandante de las tropas españolas en Cuba.
Negro es el color de los anarquistas, pero aquella vez se pusieron bajo la advocación de la estrella de Venus, el lucero de la mañana, que brillaba en el triángulo rojo de la bandera azul y blanca del Partido Revolucionario Cubano, que es hoy la de Cuba. Ha habido causas y conflictos específicos que muchas veces demandaron flexibilidad y comprensión de parte de los abogados de la revolución mundial. También los anarquistas tienen su patria chica.
Nacional. En la escuela pública, crisol de los hijos de los inmigrantes, la escarapela inculcada devino en índice de patriotismo a la vista, por más que los colores azul y blanco identificaran, en 1810, a los partidarios de la casa de Borbón, no a los separatistas. Con el tiempo, las señas de identidad adquieren rango mitológico. Y los mitos son verdades duras de roer: no son supersticiones sino cristalizaciones de la experiencia enraizadas somáticamente en la vida colectiva. Están más cerca del canto que de la razón, más cerca del receptáculo de carne que del epifenómeno de su conciencia. Son inextirpables, porque no son opiáceos o rémoras de la prehistoria sino fundamentos. El desprecio por los mitos de una nación conduce al voluntarismo o al elitismo, opciones que requieren de una cabeza dura y de autocomplacencia.
Compartir mitos no transforma a nadie en populista; quizás signifique un auxilio para acceder a los residuos ancestrales que se evidencian en los clamores populares, es decir, las reminiscencias orgánicas de la humillación de los vencidos. Cosa distinta son la pompa de acto escolar, la xenofobia o los delirios de masa, aun cuando en estos temas importa analizar con detenimiento los planes e intereses de los administradores del estado de cosas en un país y no solamente el hábito falso, por repetido, o las estampidas promovidas por la fantasía o la frustración. En todo caso, la adopción de un punto de vista universalista no implica superioridad moral de ningún tipo ni mejor capacidad de comprensión de los caprichos y disparates locales. Sarmiento no era el opuesto de Facundo sino su semejante, y si al fin terminó siendo su Némesis fue porque se horripiló de la empatía erótica que él mismo sintió por su biografiado.
Los mitos nacionales sólo pueden ser combatidos por otros mitos, por ejemplo los que tienen al globo por emblema, o bien por una decidida voluntad de blasfemia. Hincar el diente en los males espirituales y las malas costumbres de la población es un gesto inhabitual, puesto que las verdades que se resisten a evidenciarse requieren de violentas conminaciones y de una obsesión atormentada por las mismas. El blasfemo no es un descreído, un no creyente o un converso; más bien es un puritano, un retoño de la estirpe de los profetas. Alguna vez escribió Ezequiel Martínez Estrada: “Entre nosotros, el verdadero patriota ha sido el aguafiestas que pronunciaba la palabra que disipaba de golpe la borrachera general”. Esa palabra siempre es fea e indigesta a la luz del día, aun cuando para decirla con ánimo de disidencia primero sea preciso participar de canciones grupales y de bailes que resultan ser ajenos hasta que no se suma uno a la jarana general.
Llevar a juicio a un país sólo es factible cuando el áspero sentido moral de la verdad ha sido trastornado (cuando la verdad y la nación se han vuelto enemigos jurados) o bien cuando se dispone de superabundancia de amor por la propia patria. El antipatriotismo sólo por preferencias cosmopolitas es un alegato insuficiente, para no hablar de aquellos meramente ofuscados por haber sido decepcionados en sus expectativas políticas o culturales. La cultura y la política exigen ser pensadas cuando son problema o potencia, no cuando se limitan a ser acto de gestión, tejemaneje, motivo de veneración u obra destinada a su exhibición, intercambio y archivo. El internacionalismo reducido a ilustración, mundanidad y recambio tecnológico es una consigna algo dogmática. No es lo mismo el hombre universal que el hombre de mundo, del mismo modo en que no son equivalentes la crítica a una nación por incivil que por no civilizada. Por lo demás, el patriota de corazón es lacónico: sabe que mientras menos se mencione la palabra “patria”, mejor. El uso de la escarapela le resulta un sucedáneo decididamente insuficiente.
Extranacional. Entre los primeros entusiastas de Internet se contaron los militantes anarquistas, quienes homologaron la jurisdicción de la red informática con aquella otra, caribeña, donde en el siglo XVIII prosperó la piratería. Cada cual podía ahora afianzarse en su pequeña parcela de territorio liberado, fuera de alcance, en un paraíso de la desobediencia, extralegal y extranacional. Eso fue al comienzo, pero casi de inmediato se filtraron el dinero en grande y también los servicios estatales de inteligencia, que de por sí degluten y procesan enormes masas de información confidencial, como si en ellos hiciera cubil el inconsciente de un país. Aquel breve regocijo político supuso una estribación más en la historia de los vínculos fallidos entre tecnología y emancipación, pronto sustituido por el más módico fervor por la interactividad horizontal ilimitada, cuyo ideal se asienta en el viejo sueño de la fraternidad sin fronteras y que fuera reactivado, luego de la Segunda Guerra Mundial, por propuestas de instauración de un “Estado universal” que pudiera garantizar la paz perpetua en el mundo.
Los atributos de Internet son la potencia, por no decir la voluntad de poder, la sincronización, la velocidad y la emisión irrestricta de información. La red no es apátrida, no más de lo que lo han sido hasta el momento las corrientes turísticas o el consumo de televisión, que en su momento fue celebrada como un medio capaz de mejorar la condición moral y educativa de la población. A pesar de que se la publicita como una innovación bienhechora y bonachona, hay poderes presentes en ella, particularmente los que son activados por nuestras psicopatologías. En Internet no se multiplican los antipatriotas sino los enemigos del “atraso tecnológico”. Lo escenificado en los aproximadamente cien millones de blogs actualmente existentes son menos “dramas de identidad” de las naciones que revelaciones performáticas de masa, como las que acontecen en las fiestas adonde se concurre con máscaras.
Internet no es el campo de pruebas en el cual los mitos nacionales pudieran ser consagrados una vez más o desacralizados definitivamente, de igual modo en que tampoco el sistema postal universal o la red telegráfica o la transmisión de imágenes a distancia lo fueron para etapas anteriores de la modernización del mundo. Si las “redes sociales” en Internet –así se las llama– tienen o no tienen patria, si afectan mucho, poquito o nada la fe en una nación, son cuestiones menos relevantes que prestar atención a las creencias que por medio de ellas son transmitidas y reproducidas, mayormente por jóvenes, y que son cruel y significativamente parecidas a las ya difundidas por las generaciones que los antecedieron. No sólo la escarapela tiene forma de círculo vicioso.
Imágenes [en la edición impresa]. Ai Weiwei, F.U.C.K. (2004), óleo sobre tela, cuatro paneles.
Lecturas. El párrafo del discurso de Salvador Maciá está tomado del Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores del Congreso Nacional, 14 de mayo de 1910.
Christian Ferrer, ensayista y sociólogo, enseña Filosofía de la Técnica en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado, entre otros, los libros Mal de ojo. Crítica de la violencia técnica (Barcelona, Octaedro, 2000) y El lenguaje libertario. Antología del pensamiento anarquista contemporáneo (La Plata, Terramar, 2005).
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