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La práctica contemporánea por excelencia, dentro o fuera de las pantallas, no es la mirada sino la atención flotante y fluctuante, y con ella la disponibilidad para la aventura. Una aventura módica pero excitante, que consiste básicamente en estar preparados para seguir sin vacilaciones las bifurcaciones que nos salen al paso, para derivar con facilidad, de un texto a otro a una imagen a otra imagen y a todo aquello que nos enfrenta en el continuo hipermedial en el que deambulamos, porque la próxima conexión podría quizás ser lo suficientemente interesante. Así, unas cuencas orbitales amarilladas por los siglos y con un pequeño agujero frontal de bordes regulares arriba, vistas en una vitrina del Museo Nacional de Arqueología de Lima, nos conducen, a través de una serie de mediaciones pertinentes, a la plaza Spui, en el centro de Ámsterdam, en 1965. Allí Los Provos, un movimiento de activistas filosituacionistas, realiza uno de sus happenings semanales. En las filas de Los Provos están Constant, el creador del urbanismo unitario, y Simon Posthuma, del colectivo de diseño y la banda The Fool y autor del arte de tapa y la cubierta interior originales de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band –que Paul McCartney rechazó a sugerencia del galerista londinense robert Foster–. La acción se llama Stoned in the Streets, y de ella participa un joven estudiante de medicina llamado Bart Huges, a quien vemos sonriendo plácidamente, sentado en una silla, con la cabeza envuelta en un interminable rollo de gasa quirúrgica cubierta de signos. A su lado, un asistente de pie desenrolla el turbante; una vez que lo ha retirado, otro oficiante revuelve el cabello de Huges hasta encontrar, en la línea donde termina la frente, un agujerito similar al que corona el cráneo Paracas de más de dos mil quinientos años preservado en Lima, aunque en este caso con los bordes recubiertos por una cruz de carne que se hunde hacia adentro. El agujero late y Huges sonríe; lo obtuvo apenas diez días antes de la ceremonia pública, en otra privada y secreta.
En cuclillas y en calzoncillos, con la cabeza vendada a lo Apollinaire, equipado con unos anteojos sujetos con cinta adhesiva, Bart Huges se mira con determinación en un espejo colocado en el suelo. Ante él, una manta con unos pocos instrumentos: un escalpelo, tijeras, pinzas, una jeringa hipodérmica. Uno de sus pies descalzos pisa un pedal, con el que controla un taladro eléctrico que ahora mismo se está aplicando en el cráneo, por encima de la frente, de la que mana un surtidor de sangre. La operación dura cuarenta y cinco minutos y consiste en retirar un pequeño fragmento de hueso sin tocar las membranas meníngeas.
Cuatro horas después se producen los efectos buscados. Huges dice que se siente como antes de los catorce años. Copado y colocado. Se convierte en el primer hombre autotrepanado de la historia de la medicina. Una semana más tarde va a un hospital universitario, pide que le saquen una radiografía para confirmar que tiene el cerebro intacto y alarma al cuerpo médico. Da una conferencia de prensa para relatar su experiencia. Lo detienen, lo internan en observación psiquiátrica y los medios lo presentan como “un caso”.
Pero Huges no está loco: tiene una teoría. Está plasmada en un rollo manuscrito, que lleva por título “El mecanismo del volumensangrecerebro” (brainbloodvolume) e incluye unos extraordinarios dibujos y gráficos que explican su hallazgo. La idea que Bart Huges despliega en el rollo es simple, programática y radical, y se incorpora al nodo que contiene los cráneos Paracas, el tratado Sobre las heridas de la cabeza de Hipócrates, la imagen que otro holandés, Hieronymus Bosch, produjo hace más de quinientos años para ilustrar cómo se curaban por entonces las “cabezas de tulipán”, los experimentos de Paul Broca y el taladro con engranajes que Matthia Narvatio, también oriundo de los Países Bajos, diseñó en el siglo xvi para tratar las heridas craneales sin alejarse del campo de batalla.
Huges cree, como Artaud, que “el hombre está enfermo porque está mal construido”, y que es posible y necesario corregir la falla para alcanzar un estadio nuevo, el del Homo Sapiens Correctus. Ha llegado a esta conclusión después de repetidas experiencias con marihuana y sustancias psicodélicas como el LSD y la mescalina. Su teoría afirma que al alcanzar la posición erecta el hombre liberó sus manos, lo que le permitió usar utensilios más sofisticados y controlar el fuego, pero pagó esa libertad con una desventaja: para llevar energía al cerebro, ahora es necesario bombear la sangre contra la fuerza de gravedad. Se produce entonces en la dinámica intracraneal un nuevo balance entre dos fluidos: la sangre y el líquido cefalorraquídeo. Para asegurar el suministro de sangre a las zonas del cerebro necesarias para la supervivencia de la nueva “máquina humana”, particularmente el insaciable córtex, se desarrollan mecanismos especiales de constricción. El ejemplo más gráfico de esta situación es el de la esponja empapada: para que el líquido sature la parte superior, hay que exprimir la parte inferior. Ese mecanismo involucra al mismo tiempo la aparición de la conciencia y del lenguaje, que Huges explica fusionando el concepto freudiano de represión con el de reflejo condicionado de Pavlov. Los “sonidos simbólicos”, es decir, las palabras, asociadas desde la infancia al control de la conducta por reflejo condicionado, se convierten en el estímulo para la distribución de sangre al cerebro: se forma un circuito cerrado entre la producción de una palabra y su reconocimiento. Y las cadenas de palabras establecen un suministro permanente de sangre a los centros cerebrales del lenguaje. Según Huges, la mente infantil estaría siempre colocada, al menos hasta que los huesos del cráneo se fusionan por completo instaurando la dinámica de fluidos cerebrales propia del adulto, en la que es central la represión de la conducta a través del lenguaje. La trepanación voluntaria corregiría el “problema”, devolviendo de manera permanente la presión intracraneal a niveles similares a los de la infancia. O a los que se pueden lograr usando sustancias enteógenas, que liberan el cerebro de la dependencia de los centros del lenguaje para asegurarse la adecuada provisión de glucosa.
Como los pacientes trepanados de los médicos preincaicos, Huges sobrevivió a su automodificación durante más de cuarenta años, logró entusiasmar temporariamente a John Lennon con abrirse también él un agujero en el cráneo y congregó a un pequeño grupo de sofisticados discípulos. Entre ellos Joseph Mellen, un galerista y editor londinense a quien conoció en la Ibiza psicodélica y franquista donde recalaba el jet set contracultural europeo. Mellen consiguió autotrepanarse luego de un par de tentativas cruentas, colgado en ácido. Describió su experiencia como “un intento de destapar una botella desde el lado de adentro”. Y también lo hizo su mujer de entonces, la artista Amanda Feilding, siguiendo la técnica de Huges: taladro controlado por pedal frente a un espejo. Mellen filmó la operación de su esposa; algunos fragmentos de la película resultante, Latido en el cerebro, pueden verse en Youtube. Feilding consideró la experiencia como una extensión de su obra: “Me formé como escultora y pensé que, si me paso haciendo agujeros en objetos, bien podía hacer uno en mi propia cabeza”.
Ambos dicen que el efecto de la trepanación no es exactamente un “colocón”, sino más energía y menos neurosis, “la detención de esa voz en la cabeza”.
Otro discípulo de Huges, el estadounidense Peter Halvorson, preside junto con Feilding el Internacional Trepanation Advocacy Group. Entre 2000 y 2004, el itag ayudó a individuos decididos a llevar a cabo una trepanación voluntaria, proporcionándoles médicos competentes dispuestos a hacerlo clandestinamente en México. Bajo estas condiciones más de quince personas se sometieron al procedimiento. Casi todas hablan de un cambio radical en sus vidas. Lógicamente, la comunidad médica y científica en pleno considera la trepanación voluntaria como “pseudociencia” y atribuye los beneficios que dicen sentir los trepanados a un “efecto placebo”.
Ese escepticismo impulsó a Feilding y Halvorson a suspender la ayuda a los voluntarios para encomendar una serie de estudios a neurofisiólogos y médicos “serios” con el objetivo de probar las tesis de Bart Huges. Lograron que un grupo de investigadores de la Academia rusa de Ciencias emprendiera un estudio abarcador de la dinámica intracraneal de fluidos en pacientes sometidos a craneotomía por razones médicas. Y aseguran que los resultados de la investigación, publicados en 2007 y 2008 en una serie de artículos, demuestran que la trepanación restaura la irrigación cerebral de personas de mediana edad a los niveles que tenían en su primera juventud. Pronto, dicen, abrirán nuevamente las listas de voluntarios.
“La gravedad es el enemigo”, escribió Bart Huges. Y también el lenguaje hablado tal como lo conocemos, cuya función sería sobre todo abastecer de sangre a un cerebro hambriento y, sólo en segundo término, comunicar: “El hombre trepanado no necesitará dar significado a las palabras abstractas ni inventar nuevas supersticiones. ‘La creencia en la inmortalidad del alma’ es una cadena de palabras asociadas que carecen de sentido”. Mientras tanto, de una palabra a otra, y de un texto a una imagen, seguimos derivando.
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