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Las experiencias “inmersivas” están de moda: apelan a la saturación de los estímulos. Pantallas inmensas de gran resolución, sonido hipernítido, un impacto sensorial detrás de otro para impedir (a toda costa) el gran mal de la época en que todo brilla: el aburrimiento. Uno fue aprendiendo a desconfiar de estas “experiencias” magníficas. Resultan el colmo de la manipulación. Todo está demasiado a la vista, premasticado, listo para digerir sin dolor. En esta época conviene evitar toda posible angustia hermenéutica. Es más rentable que todo se entienda enseguida. Qué tristeza —y qué peligro— para las artes. El resultado es la mercancía sin espesor.
Por suerte, el arte resiste. Por suerte, existen compañías teatrales como la de Florencia Werchowsky y Alejandro Quesada: brujos a contrapelo que siempre encuentran la forma nueva de romperlo todo. Asuntos internos, el nuevo proyecto escénico dirigido por Werchowsky, lleva la danza y el teatro al mundo de la oficina. La obra es una propuesta sigilosa: una instalación con bailarines y público en una oficina del centro de la ciudad de Buenos Aires. En vez de las pantallas HD y un festival de luces, Asuntos internos propone una noche de trámites y austeridad. Las instrucciones llegan por mail. Sólo doce personas por vez. La obra empieza en la calle cuando el bailarín Oliver Carl, el cadete, toma lista. “¿Quiénes están para el trámite?”, dice. Sigue una caminata breve, la entrada al edificio sobre Esmeralda y la primera sala de espera. Visto en detalle, cualquier trance humano se vuelve insoportable. Esta parece ser la premisa de la obra. El público se sienta, recibe una planilla, completa un formulario, se lo llama —uno por uno— a interactuar con dos miembros del elenco estable de las obras de Werchowsky: la bailarina Julieta Zabalza y el coreógrafo David Gómez.
Los musicales suelen desplegar lo que podría definirse como una ostentación de destrezas. El conflicto, el dolor humano, la experiencia trágica de vivir se convierten en plataforma para seres cantarines y danzantes. ¿Dónde está la ironía? ¿Por qué están tan felices? Asuntos internos es lo contrario a un musical. Tiene, por supuesto, música. Pero no es una banda sonora con arreglos navideños, sino una pista de un electro-Debussy —una versión arcade del Claro de luna— que suena de fondo: ominosa música en espera. Zabalza y Gómez no bailan enseguida como haría una nerviosa Judy Garland. De hecho, apenas se mueven con gestos que son la parodia de la vida en la oficina. Juegan a darse besitos, a saludarse, a repetir maniobras de todos los días que son casi de cine mudo, o de Tati. Zabalza dispara ganchitos con las abrochadoras como Billy The Kid. Gómez teclea a una velocidad maníaca y estampa los sellos con una violencia que hace reír: el slapstick nunca falla. Son eso. Seres libres y talentosos atrapados en el estribillo (pos)moderno de la oficina.
Lo que sigue es Rocío Agüero, protagonista de Onegin en el Colón, vestida de empleada de mantenimiento. Del otro lado de un vidrio, en un pasillo apenas iluminado, mira al público sentado en una segunda sala en espera —una hilera que es también un cine—, mientras se mueve de un lado a otro. No tiene tutú. No tiene zapatitos de baile. No tiene maquillaje. Es una chica normal. Da un único salto. En Asuntos internos, las estéticas clásicas aparecen como una huella melancólica de una época pasada. La bailarina del Colón, con guantes amarillos de limpiavidrios, levanta la pierna recta y aérea durante un único segundo y medio, mientras escuchamos la versión sintetizada de Debussy. En un momento clava un dedo en el vidrio. Lo aplasta como si matara a un mosquito. Y mira al público.
La obra sigue con un momento fotográfico: Oliver Carl toma instantáneas autoadhesivas que se pegan en el “expediente” que cada participante lleva en sus manos. Siguen algunos sellos y la vista a ver al jefe. El jefe, por supuesto, otro habitué del clan Werchowsky, es el maestro Iván García. Engominado, con una camisa a rayas y un traje desalmado, tararea cachos de ópera italiana mientras la sala se llena de gente ociosa. El espectador protagoniza la quietud. Sillas, mesas, gabinetes, computadoras antiguas, luces de tubo. Por último, amuchados en una oficina con vidrios espejados, vemos la última transformación. El grand finale. Oliver, cadete y maestro de ceremonias, cambia de piel, da un salto ninja, se sube a la mesa, invita al desorden final. Se suman todos. García ahora es el místico de siempre. Agüero está hecha de aire. Gómez y Zabalza son las estrellas del Ensayo del fin del mundo, otra obra de Werchowsky. Oliver —ese puerro enérgico— está siempre a punto de romperse la cabeza contra el techo. Por suerte, por fin, todos bailan. Vuelan los papeles, se alteran los órdenes, reina la felicidad de los subalternos: preferirían no hacerlo. Preferirían no entregarle sus vidas a la repetición, al empleo que pudre, a los discursos de la sensatez. Termina Asuntos internos —dura menos de una hora— y entiendo que la tragedia es que bailen tan poco. La sugerencia que Werchowsky deja latiendo en esta comedia es que los artistas no tienen tiempo suficiente para existir. Asuntos internos es lo contrario de una experiencia inmersiva tradicional. Asuntos internos es profundamente insensata. Asuntos internos, como todas las obras de Werchoswky —hechas en yunta con sus habituales artistas de lujo—, es otra rareza breve que durará sólo cuatro fines de semana. Tuve suerte de haberla visto.
Asuntos internos, dramaturgia y dirección de Florencia Werchowsky, en una oficina ubicada en Esmeralda y Libertador (la dirección específica llega con el mail de compra de las entradas), Buenos Aires.
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