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Escribir antes que nada. Sobre las memorias de Martín Caparrós

DISCUSIÓN

Todos los seres vivos tienen los días contados, pero el ser humano es el único con la capacidad  de contarlos, y no sólo según la acepción numérica de contar (cuatro, tres, dos, uno), sino fundamentalmente en la acepción narrativa: contar los días que faltan, los días que huyeron, narrarlos como un condenado, como alguien que espera la muerte, como la esperamos todos, pero más la espera, y por eso los cuenta con pasión, los cuenta y (al contar) se cuenta, Martín Caparrós, en Antes que nada.

La historia que Caparrós cuenta es la historia íntima de un hombre con un ojo y medio puesto en la muerte, pero a la vez es la historia pública de ese hombre: la historia de una generación (la entrega sin destino de su generación), de una ciudad (de varias ciudades: Buenos Aires, Madrid, París) y de un país (cincuenta años convulsos y declinantes de la República Argentina). Es la historia de cómo la historia puede modificar una vida y de cómo las decisiones marcan un camino que, por definición, podría haber sido otro: una de las obsesiones de Caparrós, la fantasía de haber sido otro (o de haber sido muchos), de qué hubiera sucedido si tal cosa o tal otra; pero con la muerte la fantasía de ser otro se hace realidad, el otro radical, el otro de uno mismo, se es otro para siempre cuando ya no se podrá serlo (“He perdido, junto con el futuro, la posibilidad de postergar. Ya no puedo engañarme que seré más que lo que soy: es lo que hay, acá llegamos”).

Detengámonos un momento en el título. Antes que nada contiene una palabra elidida, ausente, el verbo ser, conjugado en primera persona singular del presente, modo subjuntivo: sea, antes de que (yo, Caparrós) sea nada (escribo), antes de convertirme en esa nada tan horrorosa que amenaza desde el comienzo y de pronto un día asoma como la sombra más terrible. En ese punto de no retorno (nunca se puede volver a ningún lugar y menos frente a un diagnóstico de ELA: esclerosis lateral amiotrófica), Caparrós se dispone a revisar el pasado, ajustar ciertas cuentas y no hacer demasiadas concesiones (ni a él ni a nadie).

El ancho volumen incluye recuerdos, reflexiones, ideas (ideales), malestar, destellos y fulgores. La estructura del libro es simple, se divide en temas (colegio, exilio, formación, libros, etcétera), “La enfermedad” (numerada en ascenso hasta el 13) y poemas titulados “Mis muertes”, de diferentes etapas de su vida. Caparrós va y viene entre unas y otras, como si se superpusieran, como si quisiera decirnos que estas memorias las escribe él pero también, a su modo, la enfermedad terminal, la inminencia de la muerte.

Los capítulos temáticos son extensos y los específicos de la enfermedad breves, punzantes, como latigazos filosóficos, donde Caparrós se pone violentamente lúcido:

 

Mientras tanto mi capacidad de envidiar crece sin tasa. Envidio, por supuesto, a cualquiera que me cuente un proyecto, a los que planean cosas para el año próximo, a los que imaginan mudanzas, viajes, libros nuevos. Y a todos esos que pueden suponer con cierta lógica que van a vivir diez o quince años más, veinte años más, treinta, cuarenta, muchos años más, flor de hijos de puta —que ni siquiera se dan cuenta.

 

Las grandes gestas del escritor se relacionan con los descubrimientos sexuales, políticos, literarios, amorosos. Quizás el más perfecto sea el de la maestra que le enseña al niño que un libro puede hacer algo más que contar una historia (¡justamente!). La señora Carlota Canal Feijóo de Capurro Robles le dio a leer un cuento de Cortázar y Caparrós dice: “En sí mismo era un artefacto con sus reglas y brillos, con su poder y sus fracasos, capaz de crear músicas y mundos, jugar con las palabras y las estructuras; me pareció entender que existía algo que unos años más tarde, a falta de un nombre mejor, empecé a llamar literatura”.

Es el acontecimiento de los acontecimientos, el mito de origen, la apoteosis inaugural, sin esa experiencia no hubiese existido Martín Caparrós (ni, entre otros, La Voluntad, libro tesoro, vital para comprender la militancia armada de la Argentina de los años sesenta y setenta), habría existido, en todo caso, otro Caparrós, rugbier, cineasta, vendedor de coches, periodista gastronómico, pero no el autor de El hambre (2014). Y luego agrega sobre el descubrimiento literario: “Donde se escucha lo que no se dice, se está diciendo lo que no se escucha, las palabras se tuercen para ser más potentes y significan más que lo que significan. Donde hay un juego que subraya que lo que estás haciendo es distinto del habla cotidiana”. Parecida conclusión expone Ricardo Piglia cuando define la literatura como el uso sofisticado de la lengua.

No velas a tus muertos fue el libro iniciático de Caparrós (novelas dedicadas a sus muertos). Este último libro (o por lo menos eso parece después de leerlo, y lo será de cualquier modo) puede leerse también como una novela que, a contramano del primer título, vela a sus muertos (Caparrós se vela a sí mismo), los recuerda, los imagina, los intenta comprender.

Hay páginas memorables, de una ironía letal (no exentas, episódicamente, de injusticia): las diatribas contra Néstor y Cristina, el gobierno de Milei, la decadencia nacional; los viajes por África, por la India y, finalmente, el gran fracaso de Caparrós, que a la vez es su gran logro, La Historia (la novela intenta reconstruir los pormenores de una civilización perdida, de un país imaginario, tal vez, el nuestro): “Para decirlo sin el pudor que debería: creo que en La Historia hay más literatura que en la gran mayoría de los libros que se publican en estos tiempos —todos juntos”.

Caparrós avanza, lentamente, con inteligencia quirúrgica, como si la escritura, además de recordar, le sirviera para postergar la condena (menciona tres veces a Sherezade), como si se demorara a propósito en una dialéctica interminable entre lo nimio (una comida que le gusta) y lo esencial (la caída del Muro); Caparrós posterga sin postergar, escribe, insiste con escribir, deja su marca, su legado, antes de que sea nada, sobre todo, como dice en la dedicatoria, A quienes me quisieron, no para que lo recuerden sino para que aprendan a olvidarme.

Pero no todo es ironía cáustica en las páginas de Caparrós. Brotan por amor (o desamor), como chispazos estelares, algunas de las reflexiones más profundas y conmovedoras: la escuela pública, la militancia, la traición, el periodismo, la enfermedad, ¿el exilio?, los cambios sociales. Caparrós escribe para la ocasión o indaga sobre lo ya escrito en sus libros, sus columnas, sus crónicas, proponiendo mediante una nueva combinación del material (un enorme trabajo de edición y montaje), un nuevo sentido. Elijo un fragmento sin una pizca de azar:

 

Hay, es obvio, dos formas básicas del amor: la que se asienta en la incertidumbre, la que se asienta en la certeza. Se parecen muy poco          —salvo, quizás, en su falacia: ni cuando uno se siente seguro lo está, ni cuando baila en la cuerda floja va a caer. Pero son dos experiencias radicalmente opuestas: en una prima el placer de la aventura, de la inseguridad, de ganarse el pan de cada día con el sudor de cada frente, en la otra, el placer de la seguridad, de aquella calma, de saber que la cena está servida. Son, en cualquier caso, formas de sentirse relacionado con otro —ese conjunto de triquiñuelas y aspiraciones que llamamos amor. Aunque está claro que los modelos nunca aparecen puros, se confunden, se mezclan: lo que cuenta, si acaso, son las proporciones. Y quizás —pienso ahora—, conseguir que un amor funcione es saber combinar ambas proporciones.

 

Antes que nada nace de la inquietud, ese motor que nos impide mantenernos en un solo lugar (también llamado neurosis) y del entusiasmo, de la vocación, del deseo furibundo por perpetrar formas nuevas.

Caparrós fue un joven precoz (hizo mucho muy joven), un hombre infatigable, multifacético y, sobre todo, privilegiado, por diferentes motivos: experiencias, encuentros, viajes, premios, amores; aunque el motivo principal aparece ligado a la concepción de libertad de Jaques Rancière (la capacidad para decidir cómo se gasta el propio tiempo): “No puedo imaginar —realmente no puedo imaginar— mayor privilegio: dediqué mi vida a lo que quise. Puedo haberlo hecho mal, equivocado, pero fueron mis errores, mis defectos y fue, todo el tiempo, mi elección” (en una entrevista que le realizaron recientemente a raíz de la muerte de Jorge Lanata, Caparrós dijo sobre su amigo: “Vivió la vida que quería y decidió, hace ya mucho tiempo, que pagaría el precio necesario”).

Vi por primera vez a Caparrós en la presentación de Ñamérica en Lata Peinada, Madrid, allá por octubre de 2021. No había leído el libro y sin embargo, cuando se abrió el diálogo con el público, me animé a decirle algo por el estilo: leo en tus textos una preocupación por cómo contar; claro que me conmueven las historias pero más me conmueve cómo contás. Esa preocupación (ese compromiso) con el lenguaje emparenta tu trabajo con la poesía. ¿Tu trabajo es eminentemente poético?

A Caparrós le brillaron los ojos (e hizo un invisible mohín de satisfacción) antes de responder que de chico había querido ser poeta y que probablemente esa vocación no se había extinguido nunca (como el indestructible deseo).

Tres años después, voy a imaginar que la verdadera respuesta a aquella pregunta es Antes que nada, como si antes que sea nada, Caparrós hubiera escrito las 664 páginas para confesar: Antes que nada, poeta.

 

Imagen: fotografía de Alejandra López.

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