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A tensa distancia del neobarroco y muy lejos del boom latinoamericano, Virgilio Piñera cultivó con brillantez casi todos los géneros, cuyos límites estiró hasta darlos vuelta, en una literatura que, si hubiera que comparar, es más afín a Macedonio Fernández, Gombrowicz (Piñera fue el “presidente del comité de traducción” de Ferdydurke al español) y Beckett (es claro que ambos admiraban a Jarry) que a Lezama Lima o Carpentier. Seguida de un excelente estudio crítico de Nara Mansur, dramaturga y crítica cubana que reside en Buenos Aires, esta antología reúne una buena muestra de la producción teatral de Piñera: “Electra Garrigó”, “La boda”, “Aire frío”, “Dos viejos pánicos” y “El trac”. Lo comitrágico, el absurdo, el artificio teatral expuesto y la inversión lúdica de ciertas formas genéricas son las marcas fuertes de su singularidad y su modernidad.
Después de veinte años juntos, en “Dos viejos pánicos”, Tota y Tabo cursan a los tumbos su miedo a la muerte, al pasado, a los otros, como dos viejos clowns fóbicos y olvidados. Mientras Tabo, achacoso y resentido, recorta fotos de jóvenes publicadas en revistas y las quema, Tota lo hace jugar a matar y morir. En estos juegos de la muerte, cambian de roles, ensayan diferentes formas de morir, es decir, actúan y también construyen una palmaria metáfora del teatro (en los mismos años en que Tadeusz Kantor empezaba con su “teatro de la muerte”). Los límites de una ficción y otra se borran; por momentos no se sabe si son los Tota y Tabo vivos o los muertos parlantes, entran y salen, vivos y muertos al mismo tiempo. “¡Bravo, Tota, bravo! Eres la muerta perfecta. Te voy a condecorar con la Orden Mortal de la Muerte”, dice Tabo al cerrar uno de sus juegos.
“Electra Garrigó”, la primera pieza teatral de Piñera, escrita en 1941, lleva el mito a Cuba y el Coro canta décimas de rima consonante, al ritmo de “Guantanamera”. “¿No te he dicho que hay que hacer la revolución? ¿Por qué no clamas?”, le pregunta proféticamente el Pedagogo a Electra para agitar su rebelión contra el desquicio heredado. Es una versión mundana, remisa a la solemnidad, donde Egisto parece un “chulo” y Electra actúa, juega, es teatral, como si preparara la escena para permitir que el destino haga lo suyo.
Dieciocho años de una familia cubana, de 1940 a 1958, atraviesa “Aire frío”, en un preciso montaje temporal que va desplegando las frustraciones de una clase media ahogada, en un registro que oscila entre la mímesis realista y el grotesco. En el otro extremo del arco formal del teatro de Piñera, “El trac” (1974) presenta un experimento —primo hermano de La última cinta de Krapp, como apunta Mansur— donde un actor/narrador interactúa con su propia voz grabada que dice textos de Lope de Vega, Quevedo, Calderón, el propio Piñera, o frases bíblicas, otras célebres y lugares comunes. El texto, fragmentario, presenta un cuerpo/voz que desde la onomatopeya del título, repetida rítmicamente, expele las palabras para narrar el advenimiento de la teatralidad, de la creación de un juego propio en el que el sujeto deviene activo. Después de haber sido marginado en sus últimos años de vida en Cuba (murió en 1979) y relegado del canon latinoamericano, Piñera viene ganando un merecido lugar con su narrativa y su poesía en las últimas décadas. Es una gran noticia que ahora también parte de su producción dramatúrgica, viva y moderna, esté disponible para los lectores y los hacedores teatrales del presente.
Virgilio Piñera, Dos viejos pánicos y otros textos teatrales, selección y estudio crítico de Nara Mansur, Colihue, 2014, 288 págs.
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