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Alicia al socavón

Carlos Trunsky

TEATRO

Esta obra de Carlos Trunsky revisita a Lewis Carroll poniendo el foco en su presunta —casi innegable— pedofilia. Se baila y se canta la inocencia, el deseo, la perversión, la mirada del monstruo (mentimos al decirles a lxs niños que no existen…). Sólo que para esto la obra sitúa a Alicia en el mundo de la mediósfera. Si la clásica Alicia cae y aparece en otro mundo, esta Alicia cae hacia arriba: hacia la nube. María Kuhmichel ejerce la expresividad extrañada de quien está en otro mundo, que no conoce, y donde además quieren cosas de ella y le hacen cosas. En una conmovedora escena, semidesnuda (desnudada por un Gastón Santos que es El Narrador con sobriedad siniestra), el cuerpo adulto rompe en llanto como una niña, un desgarrador llanto infantil con la vulnerabilidad, el desamparo y quizá, sobre todo, la sorpresa, la incomprensión; ¿cómo es que alguien daña lo frágil? Las “maravillas” de Carroll son la monstruosidad normalizada de la cosificación de los cuerpos y las vidas. Alicia es “una app”, y el narrador le ordena “pantomima”. Sonreí, que tenés el celu mirándote. Se trata de una pedagogía propiamente espectacular del poder actual.

El espejo que abre el mundo al infinito de la imaginación es para esta Alicia digitalizada el especular cristal de las pantallas, colonizadoras de nuestra palma, técnica de todo. Un infinito del espejismo donde todo se acopla con todo, la diversión infantil con el coaching pornográfico… Es quizá por esa multiplicidad, ese infinito de posibles mediosférico (especulación interminable en lo virtual que reafirma la reproducción de la obvia realidad de este lado del espejo) que la obra contiene tan variada diversidad de registros y referencias ―del recitativo de la ópera barroca a La naranja mecánica, del show de talentos a los linchamientos, de la danza representativa a la escena y la distribución de cuerpos como dibujo pictórico, del tango a la denuncia explícita de las niñas objetualizadas devenidas mujeres autónomas―.

Los personajes van diciendo texto, pero el texto no tiene la forma de la “era Gutenberg”; no es un texto lineal, que avanza, progresa, acumula (salvo a veces el de El Narrador). Es lenguaje en partículas celulares que los personajes repiten en loop. Ellos hablan repitiendo sintagmas, como se repite un vaivén bailado, copiándose pedazos de frases entre sí, pasándose las palabras como pelota. El efecto es hipnótico, y la carga intelectual de la obra se transmite de modo que excede la dimensión del logos; pedazos de conceptos salen de los cuerpos como prolongaciones corpóreas, bajo dinámica de música, de baile, de instantáneas pantallas —la repetición, también, como modo de la alienación, la locura normalizada de “ir de ya en ya”, como canta Emanuel Ludueña—.

Con todo, el público se ríe. Ríe y mucho. La música, de piano solo, cumple una función narrativa impecable; el baile realza el sentido de cada personaje (múltiples personajes en el caso de Ludueña); pero es el humor el que, en medio de todo, aporta humanidad. La risa como venganza de lo vivo que aún logra sorprender al absolutismo de la máquina. Bailan, se ríen, cantan: hacen pensar con disimulo.

 

Alicia al socavón, dramaturgia de Carlos Trunsky y Mariel Monente, dirección de Carlos Trunsky, Teatro El Grito, Buenos Aires.

18 Abr, 2024
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