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TEATRO

A propósito del verosímil en el cine, Christian Metz escribía en los sesenta que las obras “verdaderamente modernas” son aquellas que se despojan de toda censura propia (la autocensura) y ajena (la de la sociedad, la de las indecencias, la de las instituciones) para expandir lo decible cinematográfico. Esta clase de obras introduce nuevos verosímiles y agita así la sintaxis del cine. En definitiva, diría Metz: Godard.

Si se traspolara esta idea al teatro vernáculo actual, entonces allí estaría, en el centro de la escena, Rafael Spregelburd. Podríamos nombrar a otros tantos dramaturgos, pero si hablamos de Godard y de Spregelburd es porque los une la pasión por el lenguaje: el cinematográfico en el primero, el teatral en el segundo y el verbal en ambos. En sus ficciones, cada pieza forma parte de un universo cohesivo, es un engranaje de una maquinaria hecha de goce por el relato y de pasión por las palabras y por las múltiples formas de la traducción. Desde Bizarra, Spregelburd se ha empeñado en renovar lo decible teatral a fuerza de humor y desparpajo. Inferno no es la excepción, y en ella hasta se hace del verosímil el tema de uno de los parlamentos.

Dos fantasmagóricas mujeres (Andrea Garrote y Violeta Urtizberea) despiertan de su sueño etílico a un periodista de una columna de turismo (Spregelburd) para anunciarle que el Vaticano ha decretado que ahora el infierno está en todas partes, especialmente en el lenguaje. Para salir de ese averno, personal y social, va a necesitar siete llaves que representan las siete virtudes cristianas: fe, esperanza, caridad, templanza, justicia, prudencia y fortaleza, contracara de los pecados que se recreaban en la Heptalogía de Hieronymus Bosch. Al igual que aquella saga, Inferno se basa en una pintura de El Bosco, pero esta vez en el panel derecho del tríptico El jardín de las delicias.

El infierno del pintor flamenco posee desmesura y horror, música y falos, oscuridad y tortura, criaturas fantásticas, simbología y metalenguaje. El de Spregelburd tiene todo eso y más. Como es habitual en su dramaturgia, las historias —de una comicidad anclada en los juegos de palabras, las referencias epocales y los guiños al afuera de la diégesis—, a modo de muñecas rusas, van desprendiéndose las unas de las otras, y zambullen al espectador en una vorágine de ficción dentro de la ficción dentro de la ficción.

Se puede pensar la poética spregelburdiana como un río de constante desborde expresivo que encuentra en esta puesta en escena abigarrada de muebles, personajes, vestimentas, colores y texturas el correlato justo de la obra traspuesta. Lo gótico de la imaginería de El Bosco se traduce aquí en un escenario tan sobrecargado de objetos que el habitarlo no puede sino ser un infierno. Camas por doquier, lámparas, sillas y mesitas; fotografías, micrófonos y sombreros. A la pintura de Bosch se la conoce también como “el infierno musical” por la cantidad de instrumentos representados. En la transposición, este aspecto es cubierto por Nicolás Varchausky, quien se encarga del diseño sonoro y de la música en vivo, variada, aunque por momentos demasiado presente. Es tanto lo que hay en escena (incluido un doppelgänger del protagonista que interpreta Guido Losantos) que se torna evidente el trabajo por saturación de las formas —algo que se podría pensar como un procedimiento clásico del gótico—, ya sean estas visuales, verbales o auditivas.

La densidad argumental, la bifurcación de tramas y la literalidad de algunas metáforas se sostienen, sobre todo, por la pericia y eficacia de los cinco actores —refulge, como de costumbre, Andrea Garrote—, que ejecutan una danza enrevesada pero sincrónica entre los múltiples personajes que interpretan. Esos cuerpos actantes transitan una teleología que parte de lo cómico para volverse moral hasta, hacia el final, convertirse en pura emoción. La inclusión temática de la tortura, las desapariciones y las delaciones durante la última dictadura militar argentina, en particular durante los primeros dos tercios de la obra, cuando se aborda en un registro que trabaja la comicidad, es una apuesta muy fuerte como invención de nuevos verosímiles. Difícil que esta jugada no resulte polémica (las películas de Godard lo atestiguan) y, en este caso, conlleva el riesgo de que en los minutos finales se desdibuje la osadía anterior, sin lograr escapar de algo que Spregelburd siempre evitó: la solemnidad.

 

Inferno, dramaturgia y dirección de Rafael Spregelburd, Teatro Astros, Buenos Aires.

3 Nov, 2022
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