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Lo que parece una familia, con una madre, los cuatro hijos y la tía de estos, vive la vida en medio de una zona de llanura, con sus quehaceres típicos, tales como la producción forestal y la ganadería. El mito de sus sentimientos es el diario de Leonor, con sus comentarios existencialistas y labriegos. Van y vienen a él como a una fuente.
Tenemos ante nosotros una serie de charlas, comentarios y reflexiones sobre sus vidas, de donde provienen las ganas de pensarlas y donde se refleja lo que estas personas son, en el molinete de querer y no querer ser del todo lo que el destino tiene para ellas. Como el destino es generalmente incierto, la obra tiene gracia, porque están hablando en el borde de su tiempo sobre lo que les puede pasar y sobre de qué modo lo que les pasó les pasa. Hablan, arman series de plantas y anécdotas, comentan el parto de una vaca, disertan domésticamente (una forma alta de disertar) sobre las relaciones sociales, la producción y la propiedad, y hasta llegan a arriesgar que la figura del padre es un invento.
Me interesa pensar de qué manera Reinos propone una teoría de las conversaciones, de las máscaras, del malentendido y del anhelo. Esa es su marca dramática. Porque no hay tanto acción como la escena de una plataforma, un dispositivo abierto a la escucha. Todo lo que pasa adentro de un teatro es teatral. La “teatralidad” de Reinos se mira como un cuadro, no como la organización narrativa de unos personajes, con la peripecia y sus desenlaces posibles. Se ve el reino del habla, el pasaje entre la anécdota y la cura, entre la incertidumbre y las ganas. Si uno les pregunta a sus autoras, ya en plan de cronista o movilero, qué es conversar, esto dicen. Molfino: “Es como bailar, porque podés cambiar el curso de una dirección inesperadamente, por decisión o por arrebato”. Muñoz: “Que los pensamientos se vuelvan más complejos, menos propios. Se puede conversar con lo que sea”. Paula: “Es el pensamiento desdoblado, que a través de la lengua se sitúa en un espacio y en un tiempo”. Los personajes que crearon tienen una voz mansa y un canto “payadoresco” en la entonación algo diáfana. El espectador escucha, ve y hace lo suyo. Las tres confían en el puente de las conversaciones, en su función material, en la manera en que lo que conversamos refleja los pensamientos y el tratamiento que hacemos de estos a través de los vínculos con los demás, a riesgo de ponernos en juego nosotros mismos.
Los reinos son el vegetal, el animal y el de les personajes, que crean uno a fuerza de reflexiones. Hay un verso de una canción de Juan Falú sobre el río Carcarañá, pertinente para todo esto: “al horizonte me voy en caudal”. Es como si hubiese algo superior o difícil de explicar, caudaloso, pero no un Dios, algo más del orden de lo anímico, que conformara ya un espacio de afecto, de vida, un reino finalmente, donde especular sobre la fuerza del destino. Sólo para permanecer, para hacer algo, para que el tiempo se pase como una conversación, como una correntada.
Hay reinos sociales cuando hay la sensación de que las personas son criadas como reyes de la igualdad. Sentirse parte de un reino no sería ejercer un poder caprichoso sino pertenecer a un espacio sagrado, cercano a lo primordial. El espacio a donde las palabras no llegan. Entonces, conversar con la naturaleza y las personas que queremos terminaría siendo una forma de contrariar esa dificultad.
Reinos, dramaturgia y dirección de Margarita Molfino, Agustina Muñoz y Romina Paula, Teatro Sarmiento, Buenos Aires.
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