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Todo teatro es ontológicamente político. No obstante, hay ciertos textos dramáticos que llevan esta condición hasta las últimas consecuencias al hacer de la política también su centro temático. Dentro de este corpus de piezas se ubica la obra de Susana Torres Molina, que toma como punto de partida un hecho real, aunque sin explicitarlo en ningún momento: el secuestro y desaparición del líder montonero Roberto Quieto, ocurrido a la vera de un río, el 28 de diciembre de 1975.
La puesta de Juan Pablo Gómez escenifica el texto en un cuadrado de arena que constituye, al mismo tiempo, una playa y un arenero, de esos en los cuales se desarrollan los juegos de los niños en las plazas de la ciudad. Porque la dramaturgia de la obra se funda en la yuxtaposición de distintos discursos —el de los militares, el de los militantes, el de Quieto, el de Perón, el de Firmenich— y de distintos registros —lírico, declamativo, periodístico, testimonial—, la narración, fragmentaria, se potencia con la utilización de múltiples recursos como el desdoblamiento de los actores, los cánticos de la militancia política de aquellos años, la lectura de textos literarios, una crítica cinematográfica o una pantalla en la que se proyectan imágenes. Los personajes no tienen nombre, pero resulta evidente que el único actor que no se desdobla (Lautaro Delgado) es Él, el protagonista del relato. La Mujer (Anabella Bacigalupo) puede ser la esposa de Quieto o una militante; el Hombre 1 (Juan De Rosa) representa a Firmenich, a un militar o a un militante cualquiera; y el Hombre 2 (José Mehrez) es, por momentos, Perón y, en otros, un militar más. Los tres, dependiendo del discurso que enuncien, personifican distintos roles. Por otra parte, en el espacio dramático también se encuentra presente Guillermina Etkin, quien, sin interpretar un personaje particular, posee una importancia fundamental, pues es la encargada de crear mucha de la sonoridad que surge de la escena.
Tachos, bidones de agua, tabla de madera para lavar ropa, teléfonos de los años sesenta, destornilladores y toda una selección vasta y ecléctica de elementos de utilería devienen instrumentos musicales en manos de los actores y, junto con sus voces, se convierten en la partitura que recubre de capas de sonoridad y de sentidos toda la puesta. Palmas, ruidos y música. Cánticos partidistas, gritos guturales, susurros y efectos Foley. Sonidos amplificados por micrófonos de pie, extractos de audios y silencios. Todos ellos son retazos fónicos, elaborados a contrapunto o al unísono, que conforman, como si de patchwork se tratara, fragmentos sonoros cosidos a la vista del público.
Lenguajes artísticos (el teatro, la literatura, el cine, la música, la danza), escénicos (la palabra, el cuerpo, los objetos, la iluminación, el sonido, el vestuario), ficción y realidad (el hecho en el que se basa la obra, pero además, por ejemplo, declaraciones públicas como la de la actual ministra de Seguridad y antigua montonera, Patricia Bullrich: “El que quiera estar armado, que ande armado”) se entremezclan en escena en una suerte de sinfonía tejida con notas musicales discordantes, incluidas por aposición o por oposición, que va construyendo una prosa quebradiza e inquietante.
Entonces, esas voces disonantes, que en el texto de Torres Molina cuestionan los discursos sobre la historia nacional e interrogan sobre los lugares comunes, las ideologías, los puntos de vista y las resonancias de lo ocurrido en el presente, tienen su correlato en una polifonía de recursos teatrales que el espectáculo explora y explota tanto en el plano visual como en el auditivo. El chirrido, signo de lo discontinuo y de lo cacofónico, se erige como operatoria privilegiada de la puesta de Gómez y crea una trama de sentidos que no admite clausura y que perturba algunas de las lecturas cristalizadas de nuestro pasado.
Un domingo en familia, de Susana Torres Molina, dirección de Juan Pablo Gómez, Teatro Nacional Argentino – Teatro Cervantes, Buenos Aires.
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