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La tradición como punta de lanza. En torno de El Eternauta de Bruno Stagnaro

DISCUSIÓN

En el prólogo a una reedición de El sentido de la ciencia ficción (1966), texto fundacional del filósofo y ensayista ítalo-argentino Pablo Capanna, el propio autor recuerda que en sus inicios el género era leído por un reducido nicho técnico; por “tipos como Juan Salvo o Favalli, gente poco respetable para los árbitros de la cultura”. Años y realidades más tarde, sus temas —viajes en el tiempo, universos paralelos, invasiones extraterrestres, colonización del espacio exterior y un variado etcétera— fueron fagocitados por la industria cultural a punto tal que algunos de los productos más populares (y rentables) de los últimos veinte años se valieron de estos hasta banalizarlos.

Como fuente inagotable de tensión narrativa, todos los géneros cinematográficos probaron sus mieles o al menos lo intentaron. Desde el romántico viajero temporal de Cuestión de tiempo (Richard Curtis, 2013), pasando por las aventuras interdimensionales superheroicas del Universo Cinematográfico de Marvel, hasta las distopías gamificadas del auge de la ciencia ficción adolescente a principios de la década de 2010 —las sagas de Los juegos del hambre, Divergente, Maze Runner, etcétera—.

No es poco entonces que, con los grandes temas ya despojados de novedad, y muchas veces de filo, El Eternauta (2025) haya reaparecido para devolverle el sentido de la maravilla al género al reivindicar la tradición; una reacción a contramano de una época atiborrada de digitalidad y posverdades en la que pronto tendremos que realizar alguna variante del test Voight-Kampff para verificar si somos o no un metahumano o replicante.

De forma análoga, la versión original de esta historia también estaba profundamente atravesada por el contexto social y técnico en que fue concebida. La Segunda Guerra Mundial había plagado los cielos de intriga tras años de ensayo y error en la construcción de aeronaves y cohetes, con los foo fighters como uno de los primeros mitos ufológicos. Hacia finales de la década de 1940, relatos de avistamientos de platos voladores llegaban desde el norte y se esparcían en la prensa local.

Por estos lares la obsesión técnica estaba a la orden del día y se profundizaría aún más con el ímpetu industrial peronista. Ya en 1943 el GOU había fundado el Instituto de Investigaciones Aeronáuticas y con Juan D. Perón en el poder se trabajó en propulsión de cohetes hasta desarrollar misiles de factoría nacional. Estas preocupaciones se vieron reflejadas primero en Mundo Atómico (1950-1955), revista científica con vocación pedagógica, y después en Más Allá (1953-1957), donde convivían relatos de los autores de las edades de oro y plata de la ciencia ficción con artículos divulgativos y se le daba importancia a la participación de escritores y científicos argentinos.

Fue en las páginas de Más Allá, en el mes de agosto de 1955, donde apareció un cuento titulado “Saturnino Fernández, héroe”, escrito por el periodista Ignacio Covarrubias; una historia en la que una sustancia blanca y mortal descendía desde los cielos para transformar a un civil porteño en un héroe del fin del mundo. Héctor Germán Oesterheld ya había publicado uno de sus primeros cuentos del género en la misma revista exactamente dos años antes, bajo el pseudónimo Héctor Sánchez Puyol.

Puede que El Eternauta nunca hubiese existido de no ser por dos influencias cruzadas: la premisa del cuento de Covarrubias y la paranoia atómica de la posguerra. Oesterheld encontró su horizonte en la extendida noción de que la vida cotidiana podía invertir su polaridad de un momento a otro. Sólo bastaba un hecho trascendental, tan irremediable como imprevisible.

Esta potencialidad de presenciar algo nunca visto, algo que no debería ser pero aun así existe, es lo que casi setenta años más tarde no concibe desprenderse de la maravilla y el misterio. La actualización que propone Stagnaro se asienta sobre los mismos principios estructurales para imbuirlos de las preocupaciones de la actualidad, sin perder el estilo de narración clásico y la centralidad de la geografía bonaerense presentes en la historieta original.

En El escritor argentino y la tradición (1951), un Borges con pretensiones universales decía que había encontrado la confirmación de que “lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local” al darse cuenta de que en el Corán no había camellos; marcaba la dicotomía entre quienes buscaban entablar un diálogo con las grandes obras de la literatura occidental y quienes terminaban siendo súbditos del canon rioplatense.

A través de este prisma, El Eternauta de Stagnaro encuentra una tercera posición: construye lo universal desde lo vernáculo (o incluso desde lo costumbrista). El criollo ya no es gaucho sino laburante y juega al truco todas las semanas porque sabe que la tradición (cuando no la cultura) es el mecanismo que diseñamos para sentir más propio el suelo que habitamos, y que la risa resuena más fuerte si hay un otro para corresponderla.

A imagen y semejanza de la espiritualidad nacional, una iglesia católica puede devenir territorio y refugio pagano sin dejar de ser sagrada y al cura de turno no le temblaría el pulso para bendecir una figura de San La Muerte; el shopping abandonado, que en El amanecer de los muertos (George Romero, 1978) es una crítica a la sociedad de consumo, acá es condición de posibilidad de una festiva redistribución del goce capitalista, oasis de abundancia contrapuesto a la escasez propiciada por la caída de la nieve tóxica.

Ante la repentina instauración de un paradigma de realidades aparentes, con antagonistas que se ocultan detrás de mil máscaras, la esperanza parece brillar en los símbolos donde el antiguo mundo depositaba su fe: un altar del Gauchito, un sticker de Malvinas, una estampita de San Cayetano. Resulta inevitable que Juan Salvo, inmerso en la oscuridad, logre vislumbrar una aparición de San Jorge cuando el dragón está al acecho; la tradición de los ancestros como punta de lanza frente a lo desconocido.

El Eternauta tuvo la audacia (algunos dirían mal tino) de estrenarse en paralelo a la segunda temporada de The Last of Us, otra narrativa apocalíptica centrada en las relaciones humanas y las formas más o menos funcionales de colectivismo como método (o condición) de supervivencia. La pequeña diferencia entre ambas es que con el presupuesto total de la adaptación de Stagnaro (quince millones de dólares) se podría filmar medio episodio de la producción norteamericana (doscientos veinte millones en total, treinta y uno por episodio).

Si nuestro patrimonio es el universo, como Borges advirtió, tal vez podamos conquistarlo a la criolla. Frente a los tanques de la industria, y con más ingenio que fierros, cantar retruco.

 

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