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Esta novela corta del Premio Nobel de Literatura 2023 se extiende en una frase de algo más de cien páginas. No existe el signo de puntuación. Y parecería que al no haber punto desaparece la idea del tiempo lineal. Y ese algo que existe por fuera del tiempo es aquello que empuja el ritmo, un vaivén que podría ser el de un bote a remos que atraviesa un fiordo noruego.
En el bote está Asle, hombre mayor que no ha tenido hijos y que salió como todos los días a dar una vuelta por el fiordo después de conversar con su mujer Signe sobre la nada misma. Eso fue en noviembre de 1979. Pero ahora estamos en marzo de 2002 y es Signe, la viuda, quien se ve a sí misma en 1979 frente al ventanal esperando al marido que se fue a dar una vuelta en bote, aunque el fiordo estaba picado. El marido no llegará y al bote se lo encontrará al otro día vacío y roto contra unas rocas. Desde entonces Signe queda aturdida frente a la soledad brutal, inmovilizada en una espera que no termina. Su marido, mientras tanto, conserva alguna existencia vital porque en el bote, en medio del fiordo, ve en la oscuridad algo que resplandece en una playa: un fuego. Hacia allá va. Frente al fuego está su tatarabuela Ales, Ales joven con sus crenchas negras, Ales junto a la hoguera, la señora que da nombre al libro, con sus dos hijos a cuestas asando cabezas de cordero insertadas en una vara por el cogote. La ve pero no puede hablarle, tampoco ella a él. Asle sí puede oler la carne chamuscada, escuchar los pasos resbaladizos sobre la piedra húmeda.
El fiordo es una especie de limbo que contiene las vidas pasadas de cinco generaciones, desde Ales hasta Asle y su viuda Signe en la casa enorme, la Casa Vieja, en la que vivieron todos ellos alguna vez y que mira al fiordo. Se van cruzando los esfuerzos de sobrevivir en esa tierra imposible, donde los tres elementos clásicos de la naturaleza ofrecen sólo su lado áspero: el aire, el agua y la tierra. El cuarto elemento es el fuego de Ales, el único elemento que carece de límites precisos. A la plasticidad de saberse fuera del tiempo, se le suma ahora la libertad de la forma de las llamas. La frase de más de cien páginas oscila como un bote a remos, pero también como un fuego que se alimenta de la vida difícil de la misma familia. Diversos personajes van y vienen, se extienden o decrecen como llamaradas controladas: escenas minimalistas y poéticas, diálogos flotantes, costumbrismos noruegos, tragedias que hay que absorber y seguir. La observación en la prosa de Fosse es total. Es como si uno también estuviera de pie frente a una ventana contemplando el fiordo y siendo contemplado por él, ese gran titiritero de las vidas que allí habitaron y que pasaron como sombras, que ya son sombras y que deambulan alucinadas todavía por el fiordo.
El inesperado Premio Nobel de Literatura que le otorgaron a Jon Fosse en 2023 activó, como suele pasar en estos casos, una maquinaria nerviosa de traducción y edición de sus trabajos para diseminarlos frenéticamente por el mundo, a caballo de los grupos editoriales poderosos. Así llega esta botella con su mensaje de cien páginas adentro y la hoguera que nos convoca a acercarnos a ella. Porque eso hace el fuego cuando hay frío: invita a acercarse, a despejar la soledad que trae la naturaleza hostil, a defenderse de ella al menos por un rato.
Ales junto a la hoguera, Jon Fosse, traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun, Random House, 2024, 112 págs.
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