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Las superficies del título de esta nueva muestra de Soledad Dahbar recuerdan una de las tantas frases-manifiesto de Andy Warhol: “Si querés saberlo todo sobre Andy Warhol, sólo mirá la superficie: de mis pinturas, de mis películas, y ahí estoy. No hay nada detrás”.
En un cubo blanco bien contemporáneo a esta época, es decir, abierto, una serie de piezas hechas con el brillo de la mica, la profundidad de la obsidiana y el vacío de los espejos se ubica de manera delicada en el espacio. Las piezas hechas con obsidiana se encuentran a la altura de los ojos. Permiten así la lectura de textos inscriptos en la superficie misma de las piedras, pulidas y enmarcadas, a su vez, en un formato de libro. Los “libros tallados en piedra” remiten a las formas más antiguas de la escritura y forman, al mismo tiempo, una especie de manifiesto y narrativa autorreferencial propia del arte conceptual: “Ningún círculo se precipita en su propio centro”, “Un cuerpo reflejado ocupa otro espacio”, “No hay jerarquía entre el brillo y la oscuridad”. Estamos frente a la voz de las piedras, que se hunde y salta desde la superficie de ese negro brillante; estamos frente a la voz de la propia obra, que da claves. Es palabra, pero ampara la multivocidad. Las piezas hechas con mica, también a la altura de los ojos, proponen el juego tornasolado que se abre cuando la mirada se une al movimiento.
Los brillos que se ocultan y aparecen están enmarcados en formas geométricas y dinámicas. Sólo un elemento más interviene: se trata de suaves líneas de lápiz que conducen proyectualmente las figuras, sobre el papel, hacia fuera del cuadro. Conducen la mirada hacia adelante en el tiempo. Por último, otras dos piezas rompen el juego con el cuerpo. Están muy arriba o muy abajo, como puntos de fuga de la expectación, alienadas de nosotrxs. Una maqueta (otro signo de proyectualidad) a la altura del piso sigue la paleta acotadísima de la muestra —sobria y fulgurante—. Y un espejo con dos hojas que confluyen en el encuentro de dos paredes, a tres metros de altura, refleja tanto nuestra imposibilidad de ver como cierto narcicismo llevado casi al absurdo (el espejo que se mira). Esta pieza, por otro lado, recupera una pregunta clásica, un poco zen, un poco fenomenología de la percepción: ¿es capaz de reflejar algo más allá de nuestra mirada, o de la mirada de nuestro cuerpo?
Una profunda fe en las superficies proviene de una profunda fe en los materiales. El mundo construido por Dahbar en esta muestra tiene una continuidad con sus obras anteriores, como zonas de un mismo territorio que se vuelve cada vez más sutil, más cuidadoso. Se abre una especie de tensión entre la fractalidad natural de los materiales (las fracciones de mica como escamas de peces, como uñas plateadas de diosxs, como monedas de civilizaciones perdidas) y la estilización de las figuras que contienen esa artesanía rítmica de fragmentos. Los elementos son muy pocos y están seleccionados de forma perspicaz: la mica y la obsidiana albergan, en la calidad de sus superficies, toda la potencialidad perceptiva. Hay una promesa en los colores de estos dos materiales casi opuestos entre sí y cercanos a cada polo del espectro de colores: la mica casi plateada, flirteando con el blanco, el amarillo, el dorado; la obsidiana en su enorme negro. La promesa es encontrar algo más o, mejor, continuar la búsqueda; las condiciones de esa promesa son la calma, el dinamismo y la sobriedad del resto de los materiales. Como si generaran la tranquilidad necesaria para que podamos adentrarnos en esas superficies todo el tiempo que queramos. La ineludible función curatorial, por último, aparece en esta muestra desplazada y reconfigurada con humor, lo que habilita una situación de diálogo a varios niveles con las obras: se trata del libro La construcción del espejo, de Arturo Carrera, editado por Siesta en 2000, que se encuentra apoyado en un pequeño estante en la pared. La superposición de nociones que aparecen en las piezas y en el libro no ocluye, sin embargo, el sentido; al contrario, reverbera una y otra vez, ya que se trata de significantes elusivos, huecos, con referentes ausentes o tácitos. Igual que los materiales, que están ahí, continuos y vacíos como palabras que contienen un enigma cuya respuesta está demasiado visible, las piezas demuestran que aquello más allá, que el “detrás” de las cosas somos nosotrxs y que nuestra única función es la de devolver la mirada hacia los objetos. Una especie de potlatch en el que pinponeamos la incertidumbre de la mirada con las superficies.
Estos versos del curador tal vez ayuden: “Yo la estatuilla de Condillac en la / ebriedad del luto. / De la estatua de las sensaciones. Yo, / una sensación fractal —mi nombre que / rotura en / la luz el todo de unas indecisas partes”.
Soledad Dahbar, Detrás de la superficie sólo hay superficie, Casa es donde estoy, Buenos Aires, 23 al 29 de noviembre de 2020.
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