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Luciérnagas (sueño bastardo)

Horacio Nin Uría

TEATRO

Algo huele mal y no tan sólo en Dinamarca. Ocurre que, en estas costas, en la aldea de barro que supo ser la capital del Virreinato del Río de la Plata a fines del siglo XVIII, los buenos aires que dieron nombre a la ciudad resultaron ser apariencia, ficción, puro teatro.

 Luciérnagas (sueño bastardo), la realización escrita y dirigida por Horacio Nin Uría que se presenta en el Teatro Nacional Cervantes, inscribe los hechos en el pasado colonial, pero los ecos de los sucesos que la obra plantea resuenan en nuestros días, como si la desidia, la corrupción, las promesas de progreso incumplidas que tuvieron lugar en ese contexto fundacional siguieran vigentes en el presente, actualizadas por las políticas vernáculas de los gobiernos neoliberales que estrellaron la nación.

La sede de la acción es la Casa de Niños Expósitos, emprendimiento pergeñado por Juan José (nunca escucharemos su apellido), un virrey falto de escrúpulos y con ínfulas de modernización impracticables, interpretado asombrosamente por Lautaro Delgado Tymruk. Su histrionismo y los matices en la composición de un personaje que actúa la decencia de la que carece lo ubican en un nivel de juego superlativo. La máscara que esconde el rostro, propia de su accionar y del de su administrador, un muy eficaz Andrés Ciavaglia, va en sintonía con el maquillaje teatral que ostenta y que lo inscribe como un verdadero (vi)rey de los bufones.

La inclusión de los niños está confiada a la presencia de títeres manipulados con mucha precisión por Mariano Agustín Botindari, Alejandro Segovia y Paula Staffolani. Staffolani, además, hace las veces de una actriz del Perú que llega a estas costas engañada por su amante, el virrey en cuestión, con falsas promesas de trabajo en el Teatro de La Ranchería. 

Como sostenía Kantor, el maniquí en escena se revela fundamental en su interacción con los actores porque transmite una profunda sensación de muerte. Y la premisa de la que parte el director polaco para llevar a cabo su poética es que en el arte la vida sólo puede expresarse a través de la ausencia de lo vivo. La condición inerte de los títeres diseñados por Alejandra Farley para Luciérnagas es paradójicamente la que otorgará a la configuración de estos personajes inanimados toda su vitalidad.

La puesta de Nin Uría hace del teatro y la teatralidad objetos de indagación. Se diría que la actuación de los personajes que detentan el poder, en el simulacro que la tarea de gobierno les demanda, es tanto o más teatral que la de los actores de oficio. Sobre todo, porque estos últimos rompen el ilusionismo desnudando el artificio del métier. Es así como lo hace el ama de crianza, una encantadora Paula Ransenberg, que no sólo advierte al público sobre las licencias poéticas que la puesta se ha tomado respecto de la historia colonial, sino que exhibe las prótesis y rellenos que hicieron de ella un personaje voluptuoso.

La música original y el diseño sonoro, crédito de Julián Rodríguez Rona, evidencian la continuidad entre la tradición y la hora actual. Las levitas, capas y miriñaques que lucen los personajes contrastan con los instrumentos contemporáneos con los que ejecutan la música en vivo. Y si de contemporaneidad se trata, la obra de Nin Uría lo es con creces, en tanto como sostiene Agamben consigue leer en el propio tiempo presente las marcas del pasado y de la historia.

Luciérnagas (sueño bastardo), dramaturgia y dirección de Horacio Nin Uría, Teatro Nacional Cervantes, Buenos Aires.

18 Sep, 2025
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