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OTRAS LITERATURAS

El primer hito público del abate Armand Jean Le Bouthillier de Rancé fue la traducción que hizo a los once años de los poemas de Anacreonte. No sabemos si Chateaubriand vio en ese logro precoz algo más que un puntapié biográfico, el tallo mundano de una silueta que se desplazaría gradualmente hacia la poquedad, pero sí sabemos que nuestro tiempo eleva la lectura a potencias más conjeturales y que cualquier texto pretérito que se deje permear por ese juego dará siempre con una especie de segunda vida. En este caso, la segunda vida de Vida de Rancé.

Aunque Chateaubriand era ya un hombre viejo cuando sembló al trapense legendario —tarea, además, emprendida por encargo y a regañadientes—, la crítica señala que en ella se cifra un antecedente oblicuo de las Memorias de ultratumba que el padre del romanticismo francés soltaría por entregas en los años posteriores, cada vez más cerca de la muerte. Algo en la vía que Rancé eligió para cerrar las esclusas que lo comunicaban con el exterior acabó filtrándose por los entresijos de la obra capital de su historiador. Pero los paralelismos no se detienen ahí: como el abate, Chateaubriand también probó primero los avatares de una existencia disoluta. Fue mujeriego, comió y bebió, y en su vejez tuvo que contender con una soledad quizás no tan autoimpuesta como garantizan las crónicas. Para Rancé, eso sí, la instancia de clivaje ocurrió cuando todavía era un joven en la cumbre de sus fuerzas. La muerte de su amante, la sinuosa madame de Montbazon, seguida de un episodio macabro —se comentó que tuvieron que decapitarla para hacerla entrar en el ataúd—, lo empujó a través de todas las fases del duelo: la tristeza, la enjundia y un abandono de sí que los reportes del siglo XVIII convertirían en ideología fanática o santa, irracional o gloriosa.

Acudiendo sin linealidad a libros, cartas y otras fuentes olvidadas, Chateaubriand representa al primer Rancé, al libertino y al artista del hambre como si fueran continuidades de una figura bosquejada por las letras, definida por un desglose que moldea a su antojo, cuasi ficción mediante: “Los anales humanos se componen de muchas fábulas unidas a algunas verdades; todo predestinado al porvenir tiene en el fondo de su vida una novela que será leyenda, espejismo de la historia”. Los altercados dentro y fuera de la Trapa, los cortocircuitos con el papado, las maratones de correveidiles que llevan y traen epístolas que incitan o sancionan, la reforma abstinente que el abate difunde entre sus monjes y hasta las narraciones de corte sobrenatural —alucinaciones, curas misteriosas, asedio demoníaco del bosque que circunda la abadía— provienen de otras páginas, otros volúmenes. Son registros que Chateaubriand traslada y rehace, y que van despojando a Rancé hasta desnudar una voz sola que también escribe. Como en su niñez, el abate retoma la palabra para volcar en tratados su filosofía de la negación. Lo extremo de su postura se consolida en el mito que se expande por Europa, que muchos admiran y pocos calcan, y que en los nodos del poder terreno genera una urticaria de la que no conviene quejarse.

Entre la muerte del abate y la investigación de Chateaubriand median ciento cuarenta años, varias revoluciones, una Francia que se alivianó de reyes. Y sin embargo, la escritura instala la sensación de que Rancé y él transitan un plano exclusivo de ellos solos, uno siendo perseguido y el otro tratando de dar con un signo que confirme eso que lo excede: “Yo he visto en la Trapa un olmo de los tiempos de Rancé: los religiosos cuidan de este viejo árbol, que les recuerda las cenizas paternas”. Lo que dura en la esterilidad es vital porque toda existencia es vital siempre, y Chateaubriand husmea ese aire delgado que es también él mismo, que brota también de él mientras se retira en la pluma que de todos modos todavía lo sustenta.

François-René de Chateaubriand, Vida de Rancé, traducción de Eduardo Marquina y epílogo de Juan F. Comperatore, Luz Fernández Ediciones, 2025, 344 págs.

2 Oct, 2025
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