Fuera de lugar. A propósito del disco más reciente de Liliana Herrero

La vida de Dalègre, un afable bon vivant oriundo de Nevers —pequeña ciudad ubicada en el centro de Francia—, cambia cuando se encuentra de casualidad en París con Gardilane, un viejo amigo de la escuela secundaria que trabaja en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Ese encuentro fortuito da pie a la aventura en El violín de fayenza, de Jules-François-Félix Husson (1821-1889) —más conocido como Champfleury, autor prolífico de una obra heterogénea—, una novela breve y ligera, con tintes autobiográficos.
En París, Gardilane le muestra a Dalègre su nutrida colección de fayenzas —la fayenza es una loza cerámica originaria de Faenza (Italia), muy apreciada en Europa entre los siglos XVI y XVIII— y le encarga que, cuando vuelva a Nevers, le consiga ejemplares de la zona y se los mande a la capital francesa.
Dalègre, que hasta entonces no tenía mucho que hacer, acepta y hasta se entusiasma. Lo toma como un desafío y, decidido, se marca un objetivo: conseguir las mejores fayenzas nivernesas para su amigo parisino. Pero lo que empieza como una actividad desinteresada y hasta saludable, una actividad que viene a romper con su inercia ociosa, pronto se convierte en otra cosa.
El nivernés se encariña con algunas de las fayenzas que encuentra y empieza a retacearlas. No sólo no se las manda a su amigo en París, sino que les hace lugar en su casa. Establece un lazo con ellas y de ese modo, casi sin darse cuenta, empieza a convertirse él mismo en un coleccionista.
Para entonces, la noble alianza entre los amigos se transforma en una suerte de guerra fría. Una contienda silenciosa que tiene como centro de disputa el célebre violín de fayenza que da título a la novela, un objeto único cuya búsqueda frenética da pie a una serie de ardides y suspicacias.
En esta novela, que tiene algo de Bouvard y Pécuchet —el encuentro en París y el desplazamiento a las afueras, la tensión entre centro y periferia, la dupla tragicómica, el interés absurdo y desmedido, las ínfulas, el ridículo—, Champfleury, que no casualmente, luego de un affaire juvenil con el romanticismo, terminó abrazando el realismo y se erigió en un férreo defensor de Courbet y Flaubert, da cuenta del lado oscuro del coleccionismo.
El vicio fatal que toma por asalto al ocioso bon vivant nivernés, ese que lo hunde en un espiral de envidia y celos que termina arrebatándole el sueño y el amor por la vida (vicio que del que, por otra parte, Champfleury algo sabía: voraz coleccionista de objetos únicos, desde 1872 hasta su muerte estuvo a cargo de la conservación de las colecciones de la Manufactura Nacional de Porcelana de Sèvres), funciona como un retrato con tintes caricaturescos de una peculiar afición y a la vez como parábola de la condición humana.
Si no una fe, un motivo, en algún momento, todos necesitamos algo. Una actividad. Un encargo, cuanto menos. Una modesta misión. Y en ese punto, más pronto que tarde, bien puede despuntar una veta sombría.
Aquello que empieza como una acción generosa y desinteresada puede volverse mezquina y avara. Una simple y saludable colaboración puede transformarse en una competencia silenciosa y feroz. Cosas que pasan, sólo por el hecho de hacer. Giros a los que estamos expuestos y nos recuerdan que, detrás de toda actividad —incluso de aquella que nace de la mejor de las intenciones—, habita, agazapada, nuestra inconsistencia. Nuestra volatilidad, nuestras contradicciones. Nuestra invariable dosis de egoísmo y enajenación. Nuestra demasiado humana cuota de fragilidad y patetismo.
Champfleury, El violín de fayenza, traducción de Carla Fonte Sánchez, Periférica, 2023, 144 págs.
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