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A modo de prólogo a su nuevo libro, cuenta Martín Rejtman que en un estuche de American Airlines guarda biromes de algunos de los muchos hoteles en los que se alojó, una especie de atlas absurdo del mundo, o mejor, una miniatura 3D del atlas kilométrico que estamos a punto de recorrer. Caprichoso como la serie de postales I Got Up de On Kawara pero más expansivo, “sabiamente caótico” en la cronología y los saltos geográficos como el Atlas de Borges pero mucho más prosaico, el atlas de Rejtman reúne una serie de notas que desde hace décadas escribe en los viajes —a Londres, Jeounju, Bangkok, Ciudad de México, Siem Riep, Sidney, Viena, Córdoba o Seúl—, encabezadas por nombres de hoteles, números de habitaciones, lugares y fechas. Se abre en la habitación #501 del Tokoyo Inn Haneda de Tokio en febrero de 2011 y, zigzagueando en el tiempo y el mapa, se cierra en dos habitaciones del Radisson de Montevideo en abril de 2025, una duplicación de cuartos que se explica en un episodio digno de una película de Jacques Tati. Y aunque el viaje ha sido desde siempre un surtidor de relatos para el escritor y el cuarto del hotel, por extensión, un refugio ocasional donde ser otro escribiendo ficción, Rejtman descree olímpicamente de esos mitos de la vida literaria. Para él un hotel es un hotel es un hotel. Viaja invitado a residencias, festivales, rodajes, proyecciones de sus películas, universidades (a veces también a retiros de yoga o por placer), pero no sabremos casi nada de los lugares que visita, como si lo que de veras contara y definiera la fortuna del viaje fueran los pormenores fijos pero infinitamente cambiantes: los cuartos, las camas, los sets de cortesía, la atención de los empleados, los desayunos, los restaurantes o los transportes cercanos. Al parecer todo lo que se cuenta sucedió, pero el tono no difiere demasiado del de sus ficciones, con acciones fortuitas que se encadenan como en un pinball y detalles banales que se consignan como si fueran importantes, todo un reto a la pesadez del mundo. Hay sin embargo una especie de tensión dramática cifrada en los mil posibles infortunios que acechan al viajero en un hotel, contratiempos mayores como la llave perdida de una valija, el ruido o los resortes de un colchón que no dejan dormir, y también menores pero irresolubles como una calefacción tiránica, un olor insoportable, el café imbebible del desayuno o la tarjeta-llave que se desmagnetiza una y otra vez. Porque aunque un hotel alienta la promesa de vivir por unos días en otra parte, renovar la rutina diaria con otra desconocida, ser uno mismo y un otro anónimo, la ilusión puede desvanecerse muy pronto y convertirse en pesadilla. Salvo en contadas ocasiones, Rejtman enfrenta los reveses con humor y los cuenta como si fueran gags de una comedia de enredos o con la impavidez simpática de una secuencia de sus propias películas. En medio de festivales, proyecciones, entrevistas, son pocas las referencias al cine, pero la mirada del director se revela en la atención obsesiva a las cosas, los gestos, los detalles, fatalidad de un realismo de superficie que acompaña al cine desde sus comienzos, pura emulsión en un rollo de película. Sólo muy de tanto en tanto, por debajo de la superficie fluida del apunte, asoma una experiencia más honda que, como la birome del negocio del padre que resiste firme mezclada en el estuche de American Airlines, trae una nota personal, más íntima. En Nueva Orleans, por ejemplo, Rejtman piensa que después de diez horas de viaje el cuerpo y el mundo pesan de otra manera, y en San Pablo, después de retomar un vuelo postergado, que el tiempo entre vuelos no es más que un paréntesis y su verdadera vida sucede en el aire. Acostado en un banco de plaza de una mezquita en Estambul, imagina que podría morirse allí mismo y que a los cincuenta y ocho años es la primera vez que piensa en la muerte.
A su manera, parca, jocosa, veloz, Cuarto sucio, ubicación peligrosa (título de un comentario en la web sobre un hotel de Kuala Lumpur) es un diario de viajes personalísimo, casi privado, y sin embargo alienta una sintonía sorprendente con el viajero que lee, mon semblable, mon frère, camarada en el camino. Yo, por ejemplo, lo leo en un viaje de vuelta desde Santiago de Chile y, entre otras muchas coincidencias, descubro que un año antes Rejtman estuvo en el mismo piso del mismo hotel en el que me acaban de alojar, que desde la ventana de mi cuarto también se veía el cerro San Cristóbal, que los dos reparamos en que los ascensores eran mucho más rápidos que los del resto de los hoteles, y que al salón de desayuno llegaban puntuales las azafatas de Iberia todas las mañanas, casualidades que a uno lo dejan alelado pero de las cuales no hay mucho más para decir. De una serie pasmosa de coincidencias, escribe Marcelo Cohen, no hay nada que aprender, nada que concluir; son puro acontecimiento sin contenido, arritmias en el pulso del tiempo. Destellos de la maravilla fútil de lo real, tienta decir, como el encuentro inesperado de dos mujeres que se llaman Silvia Prieto.
Martín Rejtman, Cuarto sucio, ubicación peligrosa, edición de Leila Guerriero, Ediciones Universidad Diego Portales, 2025, 289 págs.
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