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CINE y TV

En Limpia, la chilena Dominga Sotomayor continúa su delicada excavación de la vida familiar y del trabajo emocional, prolongando las preocupaciones que han marcado su obra previa, desde la desintegración del viaje por carretera en De jueves a domingo (2012) hasta la adolescencia brumosa de la posdictadura en Tarde para morir joven (2018). Su largometraje más reciente adapta la novela homónima de Alia Trabucco Zerán y la convierte en una meditación discretamente devastadora sobre la clase, el género y el andamiaje invisible que sostiene la vida doméstica. Al traducir el espejo unidireccional de la novela a una casa de vidrio, Limpia se vuelve un retrato inquietante de una trabajadora doméstica cuyo mundo parece transparente y expansivo, pero opera como una jaula, exponiendo el trabajo emocional y los límites de clase que gobiernan silenciosamente la vida cotidiana.

Estela (María Paz Grandjean) es una trabajadora doméstica cama adentro de una familia adinerada en Santiago. La acción transcurre casi por completo dentro de la casa modernista, acristalada, y el patio cercado de la familia. El trabajo de Estela consiste principalmente en cuidar a Julia (Rosa Puga Vittini), la hija de seis años de la pareja, además de mantener el orden prístino del hogar. Como en otro reciente filme chileno basado en un texto de Trabucco Zerán, El lugar de la otra (Maite Alberdi, 2024), Limpia se centra en mujeres cuyas vidas se desarrollan en espacios rigurosamente delimitados. Pero, a diferencia del hogar claustrofóbico de la protagonista de Alberdi, la casa en Limpia ofrece la ilusión de apertura, con ventanales de piso a techo, divisiones transparentes y vistas panorámicas. La vivienda parece destinada a expandir el mundo de sus habitantes, aunque termina convirtiéndose en el mecanismo a través del cual se percibe su encierro. El sofocante calor del verano santiaguino contrasta aún más con la supuesta ligereza de la casa, mientras que la piscina familiar, aparente alivio, funciona como otra ilusión de libertad.

La novela de Trabucco Zerán tiene la forma de un monólogo: Estela está sentada en una sala de interrogatorios, dirigiéndose a los policías invisibles que cree escuchar desde el otro lado de un espejo unidireccional. Sotomayor preserva esa sensación de exposición, pero la traduce en términos espaciales y visuales. También la película parece ser observada desde detrás de un vidrio. Estela es enmarcada repetidamente en umbrales, reflejada en ventanas o parcialmente oculta tras paneles de vidrio y mamparas. Es vigilada y vigilante, progresivamente absorbida por la arquitectura de la casa. Incluso sus momentos de descanso, sentada en el borde de la ventana fumando, se leen como gestos de contención. La visibilidad se vuelve una forma del encierro.

El propio espacio de Estela, un pequeño dormitorio aislado por una puerta corrediza de vidrio texturizado, ofrece otra variación del mismo tema. Promete privacidad, pero sólo de manera simbólica; la luz sigue atravesándola y las sombras de la familia que se desplaza al otro lado refuerzan el mensaje de que nada de lo que hace le pertenece por completo. Incluso Julia corre la puerta para meter mano en las pertenencias de Estela, pidiéndole que le regale algunas cositas. Sin embargo, la falta de privacidad no es del todo negativa, pues Estela y Julia, dos hijas alejadas de sus madres, forman un vínculo profundo en su soledad compartida. Más allá de un nuevo novio, la única otra relación de Estela llega a través de videollamadas con su madre: otro pedazo de vidrio que ofrece una ilusión de conexión.

La transparencia de la casa equivale a una forma de claustrofobia y de contención. Cada línea de visión obstruida opera también a modo de límite. Incluso cuando Estela sale de la propiedad y recorre las calles impecables del barrio acomodado, las rejas y los setos parecen extender el dominio arquitectónico. Su mundo se contrae a un corredor estrecho entre la casa, el almacén del sector y los invisibles límites entre clases. Esto se extiende incluso a la cerca eléctrica añadida al espacio abierto por el cual un perro callejero —cuidado por Estela y Julia— entra y sale libremente de la propiedad. Este dispositivo, pensado para mantener al mundo afuera, termina atrapando al perro adentro, anticipando la conclusión trágica del filme.

Limpia comienza y termina en la piscina. En la primera escena, el padre de Julia intenta enseñarle a nadar arrojándola al agua. Desde debajo de la superficie, la vemos forcejear hacia el borde, desesperada y sin aliento. Durante la mayor parte de la película, una reja de seguridad rodea la piscina, aunque Julia no se acerca a ella por su cuenta. Se resiste a aprender a nadar, temerosa del agua e incapaz de bañarse con otros niños. Estela intenta enseñarle en tierra, en el lavamanos y en la bañera, fortaleciendo su confianza antes de lanzarse. Cuando la película regresa a la piscina al final, la reja de seguridad ha sido retirada para crear una línea de visión despejada. Una vez más miramos desde el fondo del agua, observando a Julia. Pero esta vez ya no lucha, sino que permanece inquietantemente inmóvil.

En su adaptación de la página a la pantalla, Limpia se vuelve menos un relato de confesión y más un estudio de la reclusión espacial. Sotomayor sustituye el espejo del interrogador por vidrio arquitectónico, transformando el ámbito doméstico en una jaula translúcida que promete apertura mientras cierne subrepticiamente su control sobre la mujer que la mantiene en pie.

 

Limpia (Chile, 2025), guion de Gabriela Larralde y Dominga Sotomayor a partir de una novela de Alia Trabucco Zerán, dirección de Dominga Sotomayor, 103 minutos, disponible en Netflix.

27 Nov, 2025
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