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¿Cómo poner en palabras —en este caso, reseñar— una experiencia teatral con tanto de puesta de sol, de flor viva y de desierto? Esta obra, inspirada en El principito de Antoine de Saint-Exupéry, escrita y dirigida por Brie y con actuaciones de Manuela De Meo, Pietro Traldi y Daniele Cavone Felicioni, es mucho más que una “traducción” de los personajes y de la historia del texto del escritor francés al teatro. Sí, el pequeño príncipe pasa a ser el Viejo; el aviador, el enfermero Antoine; el vanidoso y el rey, el médico jefe; el Sahara, el geriátrico, y así sucesivamente. Como las metáforas, los traslados tienen un denominador común y un margen de diferencia. Como suele ocurrir en las buenas adaptaciones, es pese y gracias a las divergencias que se captura, reelabora y transmite algo más profundo, vivo, que recorre ambas obras.
Tras lo simple e intenso en esta puesta se percibe el rigor en el trabajo de los artistas y las huellas del camino de Brie por el Odin Teatret, el Teatro de los Andes y el Teatro Presente: la organicidad y precisión de las acciones físicas de los actores, su presencia escénica, junto con la belleza y sencillez de la música, las luces, la escenografía y el vestuario, logran un teatro vivo. Esta poesía escénica recuerda en algo la condensación de un haiku, o la expresividad y la exactitud de ciertas formas teatrales orientales, o el trazo depurado que logra un maestro calígrafo con años de práctica.
El espacio escénico está marcado dentro del escenario, recordando su sacralidad y permitiendo que el “detrás de escena” también participe; en el borde, vasos como candilejas de agua; un marco que será cama de geriátrico y espejo, en una puesta sin espejos pero con tantos espejos; una larga tela que, sacudida por los actores, dará movimiento a la obra y difuminará los límites entre lo onírico y la vigilia, o sugerirá el ritmo lento de la soledad, o llevará la narración a buen paso; colores escasos y contrastantes, blancos y grises de hospital y la flor roja; la música del Chango Spasiuk, cálida y certera, entre otros elementos, llevan de la mano al espectador en este viaje junto al viejo príncipe, el enfermero Antoine y la flor, por distintos planetas y personajes, por recuerdos, deseos y encuentros, y por diversas formas de amor, de muerte y de vida.
Se trata de una teatralidad afín no sólo al texto de Saint-Exupéry sino también a sus dibujos. “Es tan misterioso el país de las lágrimas”, reza El principito, y la frase pasa a los actores, quienes la transforman en sus propias lágrimas dibujadas con mímica en sus rostros, con el trazo poético, naif, con algo del humor y la emoción de los diseños del libro. Luego, los actores, siempre con gestos, se pasan entre sí y al público esas lágrimas, dibujadas y no.
Lo esencial, si bien no invisible a los ojos en una puesta teatral, quizás sea haber sabido captar los latidos de la obra de Exupéry, y a partir de ellos ir en pos de un ritmo propio y siempre vital.
El viejo príncipe, escrita y dirigida por César Brie, Festival Brie, Banfield Teatro Ensamble y El Galpón de Guevara, Buenos Aires, abril de 2015.
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