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Las maravillas

Alice Rohrwacher

CINE y TV

Las niñas de Alice Rorhwacher están siempre a la deriva. En Corpo celeste (2011), Martha volvía de Suiza a su ciudad natal en el sur de Italia para redescubrir la otredad de la propia familia. La confirmación religiosa a la que se entregaba (o a la que “la” entregaban) se basaba en la consolidación falaz ―ultrapedagógica― de una nueva fe. Juegos de providencia, capacidades especiales transmitidas por aquellos (pocos) que podían capturar su sentido y algunos deslices excéntricos del alma en transición apuntalaban las sesiones en las que la inocente Martha espiaba la posibilidad sagrada de una nueva vida. Martha tenía trece años de edad, pero sus reflejos adolescentes lastimados ya percibían la indiferencia helada de la doctrina frente a las inquietudes profundas que le quitaban el sueño por las noches. Su huida final (e iniciática) a las montañas tenía un matiz bressoniano que marcaba algo de horrible incomprensión en esa vida todavía en construcción pero obligada a madurar por encima de lo real.

La Gelsomina de Las maravillas tiene, también, ese entendimiento del mundo anterior a la aparición del dolor, tan propio de la infancia. Su vida familiar (en la granja apícola que regentea un padre demasiado bruto como para encajar en los modelos de autoritarismo canonizados por cierto cine italiano de posguerra) es una especie de sacrificio inocuo hecho de días repetidos y horas calcadas. Pero la rutina de ese (¿primer?) verano de adolescencia va a ser perturbada por la fantasía artificial, ridículamente prefabricada, que el equipo de filmación de un reality show arma demasiado cerca de todos ellos, seduciéndolos (a algunos más, a otros menos) con una forma efímera de la felicidad que se disfraza en las tradiciones etruscas de la región pero conlleva, inevitablemente, la certeza de que una idea propia sobre el estado del mundo ya no significa nada. Entonces la niña aislada en esa estación de cambio asiste al nacimiento de una sensibilidad nueva, que ya sospechaba pero a la que todavía le buscaba su forma, y que va a iluminar ―como en Corpo celeste― la distancia entre los propios y los ajenos. Los resortes del coming of age parecen a punto de ponerse en funcionamiento en cada comienzo de escena de Las maravillas, pero Alice Rohrwacher se las ingenia, casi siempre, para desactivarlos en una atmósfera que está más cerca de la rusticidad rural de los hermanos Taviani (o, incluso, de la árida incomodidad del Pasolini de Pajaritos y pajarracos) que de operaciones obsoletas como las de la reciente Por siempre amigos (Ira Sachs, 2016). En Las maravillas no hay lecciones y mucho menos alumbramientos (aunque sí descubrimientos), a pesar de que sus juegos y trabajos están casi siempre captados bajo la luz enceguecedora de un sol engañoso. La claridad del aire y el agua (que Rohrwacher filma como si hubiera que leer en ellos el pensamiento de sus personajes) se vuelve extraña y hostil, y eso es mucho más que un mérito fotográfico, excepto hacia el final, en la prolongada secuencia de la gruta, donde los colores pomposos y groseros de la televisión se pegotean y confunden en esa oscuridad en que Gelsomina (y más de uno con ella) pretende ser escuchada por primera vez.

 

Las maravillas (Italia/Suiza/Alemania, 2014), guión y dirección de Alice Rohrwacher, 111 minutos.

17 Nov, 2016
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