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Coleccionista, archivista, atesorador de objetos preferentemente manufacturados y usufructuados por la dinámica maquinal del mundo y las emociones humanas: metales, plomo, cartas, resinas, fotos, negativos, maderas, gomas. Preferentemente, piezas-fragmento de algún sistema nomenclado y mecanizado. Gallardo no dispone sus hallazgos para intervenir, sino que interviene para enumerar, crea un catálogo sobre el cual interpelar poéticamente la ingeniería de la materia, de la misma manera en que los versos de Hugo Mujica incorporados en sus obras (Erratum VI, VII, X, 2007-2008) enumeran en sosegados golpes, afirmaciones como preguntas.
Sus fotografías tendientes a la monumentalidad, a través del zoom y la lente macro, hacen de los objetos —matrices de calendarios, cascos portuarios, engranajes de relojes, muñequitos deambulantes— gigantes díscolos tomando sol, colgados de una soga del puerto o caminando sobre las vigas gigantescas de una caldera. En este doble juego de close up, el artista enfatiza y afianza un lazo certero con los infinitos que acompañan a muchas de sus composiciones: horizontes de mar y de río, espacios linderos al agua con sus difusos puntos de fuga. El acercamiento nos da intimidad, los infinitos nos dan expansión y ambos nos alejan de una media escala identificatoria proponiéndonos un vínculo de orden universal y no personal, tan esquivo como íntimo. Este corrimiento hacia lo genérico se ve claramente en la elección de los muñequitos como interlocutores de lo humano.
En obras como “15 años de agendas” (1994) o en la instalación “Finale” (2003), nos encontramos con cartas cubiertas por resina, cartas que ya han perdido su valor epistolar, volviéndose anónimas ante la efectiva obliteración del tiempo que las sobreescribe, de la misma manera que los negativos de la obra “La viajada” (2003).
Las impresiones fotográficas se convierten en superficies cubiertas del grano catalizador donde las sales de plata dieron paso a la luz, los barcos son todos los barcos, el puerto de Amberes es todos los puertos. Y podría seguir enumerando: las puertas de un mausoleo, un muro grafitado, el mar, el agua.
Gallardo enumera y, si cabe el caso, sólo dispone de la clausura que el rigor cronológico ya ejecutó sobre el uso de los objetos, volviéndolos objetos libres, madurados, densificados. Su obra nos enfrenta a imágenes que, al ser tan expansivas en su empatía, en su sentido universal, en su afabilidad afectiva, no demandan la proyección simbólica de la narrativa personal y encarnan en sí mismas la memoria y el tiempo.
Por eso su presencia es inamovible y determinante. Del devenir de la materia está prendada la vida, dice Gallardo amorosamente. Gérard Wajcman, en El objeto del siglo (2001), asume su búsqueda a través de la capacidad interpretativa de las obras, la que se afirmaría en la potencia de su vacío. De forma inversa, la obra de Gallardo, cargada de la maquinaria del mundo, nos invita a vaciarnos para volver en soledad a las primeras preguntas.
Carlos Gallardo. Obras 1983-2008, curaduría de Mercedes Casanegra, Fundación Osde, Buenos Aires, 1 de febrero – 27 de abril de 2019.
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