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Trazos gestuales, veloces, livianos. Un lineamiento conceptual con gusto por la huella humana, por el movimiento y por el vestigio de un cuerpo que, atravesado por el tiempo difuso del óleo, baila sobre una superficie de 195 x 850 centímetros bajo el lema “No hay más después de esto”. Las piezas de Carrie Bencardino en El desentierro del diablo, su primera muestra individual en el Malba, fueron creadas en muy poco tiempo, en sintonía con una ley digna del Código de Hammurabi: con la pintura no se insiste. Sin embargo, ajena a todo puritanismo, la obra de Bencardino insiste con el capricho de resguardar esa huella inicial, fruto de una rapidez fugaz que se diluye en un tiempo pasado que ansía acaparar.
¿Cómo constituir desde las imágenes una práctica potentemente política en contextos de opresión? Frente a esta pregunta, lx artista intenta generar un diálogo con la imaginación que venga desde el deseo. En su primer corto audiovisual, parte de la exposición, confiesa: “Me pregunto si todavía soy capaz de imaginar algo verdaderamente surrealista. De pensar una imagen que no se arrastre desde lo cotidiano, que no tenga ya una raíz en algo que conozco, algo que existe”. De ahí que se proponga un ejercicio público sobre las herramientas que le permitan generar nuevos significantes en un momento de desesperanza en torno a lo nuevo. Este es un sentimiento que Bencardino entiende como colectivo: una crisis generalizada de la imaginación, síntoma de una época en la que resulta casi absurda la propuesta de imaginar otros posibles. Ante un cúmulo de imágenes inconexas y conflictivas —debido a su falta de identificación plena y, por ser mutantes, escurridizas e inviables, a la imposibilidad de dominarlas bajo un discurso que no las sitúe como erráticas—, Bencardino pone en cuestión el ataque del fascismo a la imaginación, facultad que en su falsa amplitud visual se torna opresiva y avasallante.
Esta crisis espectral fue advertida por Mark Fisher en 2009 en su desarrollo sobre el realismo capitalista. Se trata de un problema muy difundido —pero no por eso resuelto—: no sólo el capitalismo se propone como el único sistema económico-político viable, sino que imaginar una alternativa se ha tornado imposible. Esta estructura cultural que presenta el capitalismo como neutral y necesario, a la par que clausura la imaginación de alternativas al sistema, se expresa en el primer capítulo del libro de Fisher tras el lema “es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Fisher se mató el 13 de enero de 2017, pero cuando escribía su libro el contexto de la crisis de 2008 anticipaba un agotamiento y una esterilidad metafísico-política profunda: todo indica que, tras la caída del Muro de Berlín en 1989, ya no hay alternativas visibles. Por eso Fisher habla de la “impotencia reflexiva” de lxs jóvenes. Estxs saben que algo está mal, pero también están convencidxs de que no pueden hacer nada al respecto. Así, la angustia es no sólo psíquica y política, sino también estética y generacional. Por eso nos preguntamos, ¿qué sucede cuando ya no se produce “lo nuevo”?
El planteo curatorial realizado con Carlos Gutiérrez busca esgrimir algunas respuestas frente a ese interrogante. El espacio se presenta a la manera de un sueño, es difícil establecer una lectura lineal que se ancle en una única propuesta: la sala podría ser un bar, un cine, un antro lgbtiq+ con una alfombra para quienes deseen recostarse en ella. Las pinturas, a su vez, responden a este collage de situaciones fragmentarias reforzando la imposibilidad de aprehenderlas desde un único punto de vista. En ellas se alzan los residuos de los sueños, donde habitan no sólo los rastros de la vida diurna, sino también los monstruos que la acompañan y aseguran que en cualquier momento todo se puede torcer y retorcer. En su corto, Bencardino sostiene: “Todo ya existe, y lo único que queda es un collage de lo que vimos antes. Una realidad que se repite como un eco. Qué miedo me da eso. Quizás ahí, en el borde de lo absurdo, en el límite de lo que no entiendo, pueda encontrar algo verdaderamente nuevo”.
De esta forma, ante su interrogante inicial, aparecen escenas ambiguas: abyectas y nítidas, a la vez que reconfortan en su cotidianeidad, expulsan en su dislocación. Una lámpara, un sillón, un sombrero, una virgen, un gato, un coche fúnebre, una conversación y un par de dragones se disponen sin una base unificadora más que el deseo de hacer aflorar la afección. Lo nuevo brota ahí, de lo viejo, de las imágenes primeras con sus cimientos en el underground, en la cultura popular, queer, punk, metalera o dark; imágenes que ya estaban, “mirándonos desde las paredes de algún bar o en una remera”.
Entonces, la novedad aparece ligada a una temporoespacialidad que podría definirse como queer, donde la distinción entre pasado, presente y futuro se descompone en la proyección espiralada de su frecuencia. Como una malla abierta de posibilidades, solapamientos y disonancias, sólo nos queda “una realidad que se repite como un eco”. El arte se esgrime como una forma de hackear el tiempo y de perderse en el bosque. Siguiendo a Heidegger, los leñadores y guardabosques conocen los caminos, en tanto saben lo que significa encontrarse en uno que se pierde. Como los sueños, se trata de bienes comunes compartidos que nos conectan en el extravío, más allá del rendimiento. Y de esto Carrie Bencardino sabe y lo milita en cada manifestación callejera, en cada pogo, en cada fiesta y en cada orgía de la que forma parte. En esa confianza efímera se depositan también los tatuajes que ha realizado y que luego constituyen una asamblea imaginaria cada vez que nuestrxs cuerpxs entintados se encuentran. Porque lx artista lo tiene claro: el surrealismo no alzaba sus armas únicamente por la liberación individual del inconsciente, sino que tenía su “conexión natural con la idea marxista de emancipar a la humanidad de las estructuras opresivas”, tal como afirma en su corto.
Vitalista y lúgubre, cortadx en partes iguales, Carrie Bencardino comparte su utopía personal, teñida de lo que lo inesperado puede administrar (“soy el mal” empuña el carrito de supermercado en una de sus fuentes que titulará luego su pintura). Como supo (a)bordar Louise Bourgeois, “I have been to hell and back. And let me tell you it was wonderful” [He estado en el infierno y he vuelto. Y déjenme decirles que fue maravilloso].
Carrie Bencardino, El desentierro del diablo, curaduría de Carlos Gutiérrez, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, 11 de julio – 13 de octubre de 2025.
Del stream de Conicet sobre el lecho de la costa marplatense, escribía Daniel Link en su columna dominical palabras inevitables:
Lo que...
Los dibujos esgrafiados y embastados de Matías Ercole son figura de un exceso: el retrato de alguien que sabe demasiado. Lo llamo retrato porque...
Las letras del título de la muestra están pintadas —escondidas, camufladas— entre los dibujos de la pared de la galería. “Un lugar enorme” está escrito también enorme,...
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